Sólo si tú quieres...
Viernes, horas antes de Nochebuena.
Hacía un frío del demonio.
A pesar del abrigo que la cubría hasta los pies, escondiendo su traje de corte ejecutivo, el gélido aire que azotaba Vancouver sacudía cada uno de sus huesos haciéndolos crujir en protesta. Ni los guantes de lana que abrigaban sus manos o las botas que cubrían sus pies, conseguían desterrar el entumecimiento que experimentaba en las extremidades desde que bajó del avión.
¡Joder, si le colgaban estalactitas de la nariz!.
Llevaba casi dos semanas en la ciudad y todavía no se había acostumbrado a ese frío polar. Para alguien nacida en una de las zonas más calurosas del país vecino, sufrir esa permanente sensación helada era más de lo que podía llegar a soportar un ser humano como ella; débil y sensible a las bajas temperaturas.
No entendía cómo la gente parecía no notarlo, ¿estaban locos?. Los lugareños se conformaban con un sencillo anorak cargados con bolsas y radiantes sonrisas mientras ella parecía el maldito muñeco de Michelin con todo lo que llevaba encima. Desde luego, era lo menos glamurosa que te podías encontrar por la calle, ¡ni siquiera podía moverse!. Si sus amigas la vieran… gracias a Dios se encontraban a cientos de kilómetros de distancia, porque su aspecto sería tema de conversación, risas y bromas durante semanas, o incluso meses.
Cada mañana suspiraba por llegar a las oficinas en el centro de la ciudad, quitarse el paquete extra y lucir su precioso traje a medida, todo por cortesía de la calefacción central que cada día le daba la más acogedora de las bienvenidas.
"¿A quién se le ocurría aceptar ese proyecto en pleno invierno?".
A ella, sólo a ella.
—¡Jesús!, ¿dónde quedó mi maldita sensatez?, se había repetido más de una vez desde que estaba allí. Evidentemente, fascinada por la promesa de un ascenso si las negociaciones resultaban satisfactorias para las partes implicadas.
Llevaba años trabajando para una de las mayores agencias de publicidad del país y había sido enviada a Columbia para llevar a cabo las conversaciones destinadas a la fusión con otra empresa del mismo sector. Sin duda, si todo acababa dando los resultados que esperaba, se merecía ese maldito ascenso.
Es más, hacía años que lo merecía. Se lo debían.
Al fin había acabado todo, el lunes tendría la respuesta sobre su mesa, podría respirar tranquila y volver a casa.
Conducía despacio y con cuidado su Volkswagen alquilado, pendiente del tráfico infernal que se apoderaba de la ciudad en ese momento de "operación vuelta a casa", y todavía más ese día con las compras de última hora. Miró la bolsa que descansaba sobre el asiento del copiloto; ahí iba su cena, para esa noche y para todo el fin de semana.
"Genial, vaya planazo", suspiró.
Y no es que a ella le importara mucho esas fiestas en particular. En realidad, nunca le habían gustado, y no entendía esa falsa felicidad que parecía irradiar todo aquel con el que se cruzaba. Sus padres solían pasar las navidades fuera de casa visitando algún país exótico desde que ella podía valerse por sí sola, y a sus amigas sólo les interesaban los bailes que se organizaban y a los que acudirían impecablemente vestidas luciendo los caros modelitos de la última temporada. Jamás había sentido ese espíritu navideño que arrasaba allí por donde pasaba y ese año no sería diferente, menos aún al encontrarse a cientos de kilómetros de sus amigos y familiares.
A pesar de que la nieve lo cubría todo, esperaba llegar casa en media hora. Su mente, castigada por el bombardeo continúo de los villancicos y sus alegres tonadas, insistía una y otra vez en atormentarla con nítidas imágenes de un delicioso baño espumoso, recreándose una y otra vez en la placida sensación que le produciría sumergirse en la suave serenidad del agua caliente. Mimarse cariñosamente y desterrar el frío de su cuerpo sería su único regalo de Navidad.
Su empresa le había alquilado una casita de piedra en una zona residencial. Se encontraba al final de una calle tranquila llena de casas de dos plantas con sus vallas blancas, sus jardines nevados, sus adornos navideños y toda la parafernalia festiva. Cuanto más se acercaba a su hogar, más distancia había entre una casa y la de al lado, hasta llegar a la suya, cuyo único vecino era el de la construcción que tenía al otro lado de la calle, justo en frente.
Sabía que vivía alguien allí, solía ver las luces encendidas cuando llegaba de trabajar. La reconfortaba saber que no estaba sola en medio kilómetro a la redonda, pero bien podía ser Freddy Krueger o Mr. Bean porque jamás había coincidido con él o ella. La curiosidad la había llevado a cotillear un día su buzón, averiguando que se llamaba E. Milles, pero a saber qué demonios significaba la inicial; ¿Emily Milles? ,¿Edward Milles?. Podía ser una señora octogenaria rodeada de gatitos hambrientos. Quizás se había golpeado la cabeza y yacía tendida en el linóleo de la cocina, tal vez había muerto y estaba siendo devorada por sus famélicos felinos sobre la moqueta del salón, a lo mejor la habían atacado y…
Cortó el hilo de sus pensamientos y detuvo el coche en la rampa de acceso a la cochera. No necesitaba añadirle un toque de terror paranoico a su perfecta noche en solitario. Agarró la bolsa y su maletín e inició la marcha haciendo equilibrios sobre la nieve. Los tacones se clavaban en el terreno y debía andar con cuidado, no sería la primera vez que daba con sus preciadas posaderas en el suelo, pero dejándose arrastrar por un impulso esperanzando, se dirigió hacia el buzón y rebuscó en su interior, esperando encontrar alguna tarjeta de felicitación de última hora. Nada. Ni sus padres, de vacaciones en el Caribe, se acordaban de su única hija. Suspiró y se dirigió hacia la entrada de la casa, haciendo malabares con las llaves de la puerta entre los dedos enguantados, pero ese impulso repentino sólo trajo consigo que besara con el trasero el jardín cubierto por el manto helado.
¡Maldita su suerte!.
Exhaló profundamente y se quedó tendida boca arriba sobre la nieve, con el asa del maletín de su portátil aferrada todavía en la mano, admirando el precioso cielo nocturno salpicado de brillantes estrellas que algunas nubes dejaban entrever.
—¿Puedo ayudarla?.
La enérgica voz masculina la hizo girar la cabeza hacia su lugar de origen, dejándola sorprendida. Sobre ella se alzaba la sonrisa más hermosa que había visto en su vida, acompañada del tío mas bueno con el que se había encontrado alguna vez. Sintió como la vergüenza teñía sus mejillas de color carmesí, a la vez que su dignidad se iba por el retrete. Cerró los ojos, mortificada por lo ridículo de la situación. En ese momento hubiera querido ser avestruz y enterrar la cabeza bajo la nieve.
—¿Me permite?.
Abrió los parpados y fijó la vista en el par de iris grisáceos que la observaban con diversión, después vio los hoyuelos que se le marcaban en la comisura de los labios y finalmente la mano extendida que le ofrecía. La asió con una firmeza que no sentía en su interior.
El desconocido dio un suave tirón y la levantó con tal facilidad que quedó atrapada entre sus brazos durante unos segundos, sintiendo como su temperatura corporal subía unos grados a pesar del frío nocturno. Se echó hacia atrás cuando fue consciente del abrazo, guardando cierta distancia entre ambos.
—Lo siento, yo… —comenzó a decir, desconfiada.
—No se excuse.
Su voz, profunda y deliciosa, volvió a calar en ella, abrigándola con suaves pinceladas de calidez. Se quedó mirándolo fijamente, sin poder apartar los ojos de su rostro, de su mirada gris, de sus labios definidos y sensuales. Ese hombre poseía un aura especial que la atraía irremisiblemente, haciéndola reaccionar a él como nunca antes lo había hecho a ningún otro.
—Discúlpeme, he tenido un día muy duro… —explicó desconcertaba.
—No se preocupe.
El desconocido le dio la espalda y se agachó, recogiendo la bolsa de papel que antes había contenido parte de su cena. Fue incapaz de evitar mirarle descaradamente el trasero enfundando en unos vaqueros ajustados. Se mordió el labio inferior, ruborizada por su atrevido comportamiento.
—¿Su cena? —preguntó él, entregándole la bolsa y quedándose con la caja de pizza congelada.
—Sí —le contestó, apartando rápidamente la mirada del objeto de su distracción. Al verle torcer el gesto, agregó—: ¿Pasa algo?.
—No puede cenar pizza congelada en Nochebuena —indicó él, con un deje divertido en su voz.
—Claro que puedo —le respondió, quitándole la caja de la mano.
—La invito a cenar —le soltó de pronto, dejándola momentáneamente sin palabras por la sorpresa.
—No puede invitarme a cenar —protestó nerviosa—, no me conoce, ¡ni siquiera le conozco! —exclamó atónita.
—Discúlpeme, no me he presentado. Ethan Milles. —Extendió de nuevo su mano de dedos largos y cuidados.
"¡Joder, su vecino!", aseguró su mente. "¿Por qué privaba al mundo de un físico tan espectacular? El muy desconsiderado ya podía haberse presentado antes, haberme pedido azúcar, sal, un polvo… lo típico" ironizó.
— Rebecca Sommers —Se quitó un guante y le asió la mano.
El suave apretón prendió de nuevo una llama en su interior, sintió la imperiosa necesidad de deshacerse del extra de ropa que siempre llevada. Ese tío exudaba pura masculinidad, y sintió el deseo de ser algo más que sólo su vecina. Se mordió la lengua y apartó el pensamiento de un plumazo. Estaba desvariando como nunca. No entendía el porqué, pero cada vez que ese hombre la miraba o la tocaba, se deslizaba una calurosa y placentera sensación por su cuerpo. La desconcertaba y sorprendía a partes iguales.
—A las ocho —indicó Milles, cruzando la calle a grandes zancadas sin darle opción a réplica. Lo vio atravesar el jardín de su casa mientras ella se quedaba confusa y meditando en cómo se habían complicado las cosas para acabar cenando con su, hasta entonces, desconocido y atractivo vecino.
Se sacudió el asombro de encima, cogió el maletín —que había quedado olvidado a sus pies—, y se dirigió a su casa. Abrió la puerta con dedos temblorosos y colgó las llaves en el aparador de la entrada. Dejó el portátil a un lado, se quitó el abrigo, la bufanda, soltó los guantes y miró la hora.
¡Joder, las siete!. Corrió a la planta de arriba. ¡A la mierda su baño relajante!.
***
Milles entró en su casa con una amplia sonrisa adornando sus labios. El encuentro fortuito con su vecina había sido del todo premeditado. Su presencia al otro lado de la calle no había pasado desapercibida para él, percatándose de ello desde el mismo instante en que la casa fue alquilada.
No había conseguido sacársela de la cabeza desde el primer día que la vio aparecer bajo el marco de su puerta con esos zapatos de tacón imposible. Desde entonces, algo había sacudido su interior haciendo latir acelerado su corazón, licuando la sangre espesa y caliente que corría por sus venas.
Estaba tomando la primera taza de café de la mañana pegado a una de las grandes ventanas de su salón cuando la vio salir. Ese atuendo ceñía cada una de sus curvas que fueron irremediablemente grabadas a fuego en sus retinas. Enseguida desapareció en el interior, y cuando volvió a aparecer, su hermoso traje gris oscuro había desaparecido bajo un enorme y larguísimo abrigo, una bufanda y guantes. Se encaminó haciendo malabarismos hasta su coche con el porte de una reina y no pudo evitar sonreír al verla. Desde ese día, no se había perdido ninguna de sus entradas y salidas.
Se dirigió a la cocina silbando al ritmo de unas de las canciones que sonaba en el equipo de música y el aroma a guisado que inundaba la estancia llegó a él. Se agachó y miró el horno, donde llevaba más de una hora asando el tradicional pavo de navidad. Con una sonrisa satisfecha, se sirvió una copa de vino y se encaminó al salón. La mesa ya estaba preparada, y a su parecer, no había quedado tan mal. Un par de candelabros encendidos creaban hermosas sombras sobre el mantel rojo sangre; las copas de tallo largo relucían bajo el brillo de las velas que arrancaban destellos a los cubiertos de plata.
"Hermoso", pensó, a las mujeres les gustaban esos detalles.
Por fin, después de dos interminables semanas, disfrutaría plenamente de su compañía. Una sonrisa curvó sus labios y un brillo oscuro cubrió sus ojos. Anticipación, anhelo, deseo, impaciencia… Las emociones largo tiempo adormecidas volvían a recorrer su cuerpo, liberadas tras la extensa y dilatada espera, golpeándolo con tal fuerza que le quitaba el aliento.
Había desterrado cualquier contacto con el objeto de su deseo, sabiendo que, una vez que se acercara a ella, nada podría alejarlo de la hembra que le robaba el sueño. Esa que había revuelto su interior, otorgándole de nuevo la capacidad de sentir y desear. Y aun así, le había costado concentrarse y acabar el libro en el plazo acordado con la editorial.
Su linaje cómo demonio que exaltaba la lujuria le confería una naturaleza ardiente, condición que le había llevado a cortar el contacto directo con los humanos, sobre todo con el sexo femenino que respondía a él con un ímpetu lascivo al que no podía resistirse.
Por seguridad para sí mismo, en un acto de puro egoísmo, había decidido templar sus instintos antes de rendirse como sus hermanos. Tenía una vida demasiado larga como para perder su alma —si aún conservaba algo de ella— y vivir condenado a la más absoluta degradación. El caos desenfrenado y depravado al que acababan sucumbiendo tras siglos de lucha interna también sellaba su propia destrucción.
Hacía años que se había auto-desterrado a una de las zonas más frías del país antes de que las cosas se descontrolaran y acabara poseído por el hambre del sexo y la sed de sangre que caracterizaba a los caídos de su raza, que acababan convertidos en seres desenfrenados y corrompidos que terminan matando a las pobres víctimas que caían en sus manos, alimentándose de ellas y agotando su energía vital hasta segarles la vida. Por mucho que su instinto posesivo anhelara reclamarla como suya, debía seguir manteniendo el control sin dejarse seducir por el frenesí de emociones que lo embargaban. Por él y por ella, para no condenarla y condenarse eternamente.
Todos esos sueños tórridos donde la tomaba cada noche liberando su violenta pasión, los había plasmado en forma de letras, dando como fruto el mejor libro que hubiera escrito en lo que llevaba de carrera como escritor de novelas eróticas, aunque nadie sabía quién se escondía bajo el seudónimo femenino que usaba. Su editor estaría contento. Acaba de enviarle el libro esa mañana, por lo que ya, sin nada que le impidiera concentrarse en ella, había decidido desplegar todas sus armas de seducción. Miró el reloj, le dio un trago a la copa, y se sentó a esperar. Una sonrisa ansiosa curvó sus labios.
***
Rebecca bajó corriendo las escaleras, llegaba tarde y odiaba hacerlo aunque sólo fueran unos minutos. Se había puesto un vaquero oscuro, un jersey fino de lana de cuello alto color beige y sus inseparables botas de tacón.
Comodidad en casa, elegancia y seriedad en el trabajo.
Se colocó la cazadora, también vaquera, y miró el extra que había dejado abandonado en la entrada; optó por la bufanda. Se detuvo unos segundos ante la puerta. "Sólo vas a cruzar la calle, tampoco vas tan lejos", se dijo, dándose ánimos ante el frío que la esperaba fuera, pero la duda volvió a hacer mella en ella: ¿y si era un psicópata asesino y se metía de lleno en la boca del lobo?.
Con un suspiro contenido tiró del pomo y salió al exterior. Tenía que dejar de ver esas películas que sólo fomentaban su desmedida imaginación… El frío la golpeó y un escalofrío le erizó hasta el último vello. Se arrebujó bajo la cazadora y cruzó la calle corriendo. Apenas llegó a la puerta de su vecino, ésta se abrió como si hubiera estado esperándola tras ella.
Ethan la recibió con esa sonrisa que la hacía olvidarse de todo, y durante unos segundos, la sorpresa se pintó en la expresión complacida de su rostro. Esperaba verla con uno de esos trajes que sabía que lucía debajo del enorme abrigo, en cambio, sus largas piernas bien torneadas se marcaban bajo un vaquero ajustado que consiguió arrancarle una mirada hambrienta repasando toda su figura.
"Paciencia —se dijo—, la vas a asustar".
—Gracias por aceptar la invitación —le agradeció, instándola a pasar.
—A usted —contestó ella—, creo que no tuve opción a rechazarla —añadió, manteniéndole la mirada, pero la intensidad que reflejaban sus ojos la obligó a desviarla y fijarse en la acogedora habitación que le dio la bienvenida.
Una lámpara de pie alumbraba desde un rincón, bañando con su luz tenue parte del salón mientras una versión de Sleigh Ride, de Mitch Miller, inundaba con sus alegres acordes navideños toda la estancia. Milles la ayudó a quitarse la cazadora y no pudo evitar que sus ojos delinearan cada una de las generosas curvas reveladas bajo el fino jersey.
Inmediatamente, su temperatura subió unos grados, como cada vez que tenía cerca a ese hombre, y sus mejillas se sonrojaron involuntariamente. No estaba acostumbrada a que hombres tan atractivos como ése se fijaran en ella de esa forma tan atrevida; con el deseo reflejado y sin intención de disimularlo. Sacudió la cabeza e intentó ocultarlo, escondiendo el rostro bajo el manto de su cabello oscuro. Pero cuando Ethan le entregó la copa de vino, sus ojos volvieron a encontrarse y sus dedos se rozaron levemente, lo suficiente para que el calor la recorriera libremente caldeando su interior.
—Hummm, que bien huele —comentó, interesándose por el sabroso aroma que llegaba desde la cocina en un intento de disfrazar su nerviosismo.
—Espero que le guste el pavo, me he pasado la tarde cocinando —afirmó Milles mientras colgaba la chaqueta.
—¿Sabe cocinar? —preguntó, y añadió con cierto tono de ironía dándole la espalda—. Pensé que habría encargado la cena dada su inesperada invitación.
—Cocino y sé hacer muchas otras cosas, Rebecca —contestó él, tuteándola a propósito con una sutil insinuación y una media sonrisa ladeada.
Ethan rodeó la barra que separada el salón de la cocina y comprobó el asado. A Rebecca le llevó unos segundos recobrarse del temblor que la recorrió al escuchar su nombre de labios de ese hombre de voz tan sensual.
"Vale, Becky, estás siendo descortés, sólo intenta que pases una velada agradable en su compañía, en vez de pasarla lamentándote por tu patética soledad", se reprochó.
Pero era ahí donde residía el problema. La ponía nerviosa y tampoco estaba acostumbrada a no controlar la situación. Por norma general, era ella la que ponía nerviosos a los hombres cuando comenzaba a dar órdenes en el trabajo, y ese cambio de tornas no sabía cómo manejarlo por más que estuviera habituada a trabajar con modelos tan interesantes como su vecino.
Tenía algo especial que agitaba su interior sin que pudiera evitarlo. Una exquisita vibración se deslizaba por su cuerpo, sinuosa como una serpiente silenciosa que después estallaba, dejándola confusa, molesta y… excitada. Jamás había sentido algo parecido ante la presencia de un hombre, de uno que la intimidara y la excitara a partes iguales. Milles poseía un poderoso magnetismo sexual al que su cuerpo respondía con pulso propio, ignorando todos sus reparos.
"Ha sido un error venir", se regañó. Debió percatarse de ello cuando lo conoció y su cuerpo fue sacudido por una desconocida comezón.
Dejó la copa sobre la barra y se dirigió hacia la salida. Se sentía perdida, como la presa de una cacería y no como el cazador que solía ser. Se consideraba una mujer madura, recién entrada en la treintena, que sabía lo que quería y con capacidad de reacción, y ahí estaba, huyendo. Se dirigió a la puerta con paso firme, pero cuanto más se acercaba, más urgente se hacía la necesidad de sentir de nuevo su mirada sobre ella, de sentir sus manos sobre su cuerpo, de sentir su aliento sobre su piel… Incomprensible.
Asió el pomo y cerró los ojos, rechazando la multitud de ardientes imágenes que pasaron por su mente y que sólo contribuían a acrecentar su agitación, pero una mano, cálida y suave, cubrió la suya con delicadeza.
—No se vaya, por favor —susurró Milles muy cerca de ella.
Rebecca miró esa mano grande posada sobre la suya más menuda. Sintió su calor cómo propio, sus deseos y su ansiedad, su anhelo y necesidad… Su respiración se entrecortó ante el cúmulo de sensaciones que la asaltaron. Alzó la mirada despacio hasta posarla en él, y sus profundos ojos azules quedaron atrapados por el brillo de sus fascinantes ojos grises salpicados de una tonalidad cobriza que relampagueaba tras sus pupilas.
Supo en ese instante que nada la haría huir como una cobarde, afrontando de frente lo que la noche le deparara, para bien o para mal.
***
Milles estaba haciendo un esfuerzo titánico para controlar la necesidad de tomarla; sus dedos hormigueaban deseosos por rozar su piel y acariciarla; su cuerpo mantenía una lucha interna contra la lenta agonía que palpitaba insistentemente, reacia a abandonarlo.
Había sentido durante la cena cómo la joven iba cediendo poco a poco a su proximidad y contacto. Quizás había sido por el vino o por las sombras relajantes que creaba el fuego de la chimenea, por las luces rojizas que titilaban en el árbol o la música alegre que rompía los silencios incomodos. En algún momento de la conversación, Rebecca había dejado atrás la tensión que la apremiaba para charlar sin reparos de ella, de su trabajo, de sus amigos…
Ethan había sentido la pasión con la que hablaba sobre todo de su trabajo, de lo mucho que le gustaba y disfrutaba desempeñándolo. No le importaba echar horas extras o viajar hasta la otra punta del país, pasar frío o morir en el intento. Pero cuando le contó que quizás fuera su último fin de semana en Vancouver, la ansiedad se apoderó de él y la sensación de haber perdido el tiempo hizo tambalear los precarios cimientos de su razón; con ella se escapaba la última oportunidad para no sucumbir después de siglos de existencia y años de abstinencia, la única hembra destinada a paliar sus necesidades y a acoplarse perfectamente a su naturaleza demoníaca. Apartó la mirada con rapidez para que ella no viera el fulgor carmesí que asomó a sus ojos, y con la excusa de retirar la mesa, se levantó y se refugió en la cocina hasta conseguir calmar el desasosiego que lo había sacudido como si fuera una frágil hoja bajo las inclementes órdenes de un vendaval.
Rebecca se sentó en el sillón ante el calor de la chimenea y lo observó moverse en la cocina. Sus movimientos eran una alegoría a la sensualidad, pura perfección masculina. Aunque decían que la perfección no existía, ese hombre rompía con todos los moldes. Un jersey grueso de lana escondía unos hombros anchos y posiblemente un torso musculado mientras que los vaqueros desteñidos se ajustaban perfectamente a sus caderas.
Estaba fascinada por ese hombre, por su salvaje masculinidad. Se le hacía difícil apartar la mirada de él, y hacía todo lo posible porque no percibiera el estado de excitación en el que se encontraba desde el momento en que se sentaron a la mesa y comenzó a seducirla con su voz ronca e irresistible. Cada vez que sus manos se rozaban, una corriente eléctrica arrasaba su cuerpo y embriagaba su mente de deliciosas sensaciones.
Centró su mirada en el fuego que crepitaba en el hogar cuando Milles volvió al salón, cargado de un par de copas y una botella champan. Se sentó junto a ella y la descorchó, después le sirvió con esa sonrisa que le marcaba los hoyuelos en las mejillas y que tanto la embelesaban.
—¿Por qué brindamos? —le preguntó con alegría.
—Porque está noche sea especial y diferente para ti —propuso él, sin apartar la mirada de ella.
Brindaron y Ethan la contempló mientras bebía. Cuando Rebecca retiró su copa de los labios, estos quedaron humedecidos, incitando al demonio que habita en él a probar de ellos esas gotas perezosas, exigiendo ser liberado de forma apremiante y dolorosa. Sin ser capaz de contenerlo más, le cogió la copa de entre los dedos y la dejó sobre la mesita junto a la suya.
Lentamente se acercó a su boca, dándole el tiempo suficiente para que ella se retirara. Rebecca lo observó entre alarmada y ansiosa, su mente le gritaba que por fin había llegado el momento que tanto había deseado durante toda la cena. A falta de una respuesta negativa, Milles atrapó sus labios con una delicadeza que nada tenía que ver con la urgencia que palpitaba en su entrepierna. Los mordisqueó y lamió hasta abrirse paso y arrasar su interior, saboreándolo como si fuera el licor más exquisito. Un jadeo entrecortado escapó de ella ante la deliciosa invasión y el deseo contenido se extendió por su cuerpo, obligándola a arder bajo el influjo de esa maravillosa y placentera sensación.
Sobresaltado por los signos devastadores que provocaba en él, Milles se separó unos segundos para mirarla a los ojos antes de continuar, porque una vez que la probara, nada conseguiría hacerlo parar.
—¿Quién eres? —preguntó Rebecca, con la mirada velada por el deseo y seducida por el hechizo de sus ardientes ojos. Aunque su mente insistía en preguntarle silenciosamente: ¿Qué eres?
—Tu regalo de Navidad —susurró Milles, junto a sus labios.
Rebecca lo asió por el cuello y tironeó de su cabello despeinado hasta unir de nuevo sus bocas, ansiosa por sentir otra vez su lengua, su aliento, su sabor… Ethan, ávido por acariciar su piel, deslizó una mano bajo el jersey, ascendiendo despacio por sus costillas hasta alcanzar la cumbre de su pecho. Lo acarició suavemente por encima del encaje de su ropa interior y ella se arqueó en respuesta contra la palma de su mano. De su garganta brotó un ligero gruñido desesperado y escondió el rostro en el hueco de su cuello, aspirando el delicioso aroma natural a hembra que lo enloquecía y que sólo él podía percibir.
Era suya.
***
Lunes
Aunque había pasado el fin de semana más maravilloso de toda su vida, Rebecca era consciente que debía volver a la realidad. Pero por más que hubiera suspirado a lo largo de esas dos semanas para que llegara el momento de volver a su querida California, se le hacía imposible de creer que todos sus esquemas se hubieran desmoronado como un castillo de naipes en tan sólo un par de días.
Miró a Milles mientras se vestía con la misma indumentaria con la que había llegado aquel viernes —tan lejano ya— para cenar. Se inclinó sobre la cama y pasó una mano por el cabello desordenado del hombre que la había enamorado en apenas unas horas. Nunca había creído en los flechazos, en el amor a primera vista y en todas esas cosas que salían publicadas en las revistas para mujeres que necesitaban creer que de verdad existía. Pero… así había sido, había caído cautivada por ese hombre que descansaba sobre la cama.
Suspiró recordando los momentos pasados juntos; las charlas pegados a la chimenea cubiertos tan sólo por una manta; las comidas compartidas entre risas, besos y caricias robadas; las largas noches de amor seduciéndose el uno al otro con la mirada, con los gestos, con el deseo arrollador que los había consumido y saciado a la vez. Sólo unas horas habían sido suficientes para caer rendida a sus pies, como una adolescente que se inicia en el juego del amor.
No podía evitar el dolor que sentía en el pecho ante la incertidumbre que le ofrecía el futuro; alejada de él, de su calor y de la seguridad que le ofrecía. Entre sus brazos se sentía protegida, amada, deseada… Quizás se estaba engañando. Debía pensar con la mente en frío, y tan cerca de él le resultaba imposible. Tragó el nudo que se le había formado en la garganta, besó su mejilla rasposa por la barba crecida y salió de la habitación sin volver a mirar atrás.
Mientras cruzaba la calle, era consciente de haber entregado su corazón después de años de mantenerlo encerrado bajo llave. Para ella no había sido sólo sexo entre dos personas necesitadas, había despojado su alma para él, y no sabía si para Ethan había significado lo mismo. Debía pensar fríamente qué era lo que quería, qué era lo que él quería, qué era lo que podía ofrecerle y que era lo mejor para ella.
Amor, trabajo; pasión, ascenso; felicidad, realización profesional…
Cuando abrió la puerta de su casa, sólo una gélida habitación la recibió, acompañada de la mano de la triste certeza y la sensación de soledad que había rodeado su vida a pesar de su familia siempre ausente y sus amistades más que interesadas.
***
Milles permaneció bocarriba sobre la cama con la mirada perdida en el techo aun después de haber escuchado cómo se cerraba la puerta. La había sentido levantarse de la cama, y la había imaginado enfundándose en esos vaqueros que tanto disfrutó quitándole. Había fingido dormir porque sabía que si la veía desnuda de nuevo, no la podría dejar marchar. Y no debía obligarla a permanecer a su lado; así no funcionaban las cosas en su mundo. No podía marcarla sin su consentimiento, y se había visto incapaz de forzarlo tras escuchar con qué pasión hablaba de su trabajo. Debía ser ella quien fuera a él…
Se puso de costado y pasó la mano sobre la sábana del lado de la cama en el que ella había dormido, con él pegado a su espalda y amoldado a su cuerpo mientras la mantenía prisionera de su abrazo. Todavía podía sentir esa fragancia natural que ella desprendía y que lo había vuelto loco de deseo. Cerró los ojos y la inhaló profundamente, reteniéndola en su memoria cómo si fuera la última vez que podría disfrutar de ella.
***
Rebecca se abrazó frente al gran ventanal de su oficina —desde el que tenía unas vistas impresionantes de toda la ciudad y ante el que llevaba pensando casi una hora—, intentando infundirse calor. Había tomado una decisión, tal vez no fuera la acertada, pero sentía que era lo que debía hacer. Correría el riesgo, porque quizás, si no lo hacía, no se perdonaría jamás haber dejado escapar esa oportunidad que la vida había puesto en su camino.
Ante ella, en la pantalla de su portátil, el ansiado y temido correo de sus jefes había llegado. Cuando comunicó la noticia a los empleados, un aplauso generalizado recorrió toda la oficina. Durante un rato aguantó estoicamente las felicitaciones y los agradecimientos de toda la plantilla. Los brindis y las muestras de alegría. Debía mostrarse feliz por todos ellos; la fusión había evitado los despidos provocados por el cierre inicial previsto para la empresa, pero era incapaz de sentir esa felicidad que unos días atrás la hubiera arrollado por todo lo que significaba para ella y su futuro profesional.
Después de unos minutos, con renovador valor, comenzó a teclear un correo de vuelta a sus jefes. Mientras, rogaba a Dios por estar haciendo lo correcto.
***
Milles había pasado el día más angustioso de toda su existencia. Le había sido imposible dejar de pensar en ella, en sus labios hinchados y jugosos, en su piel suave y perfecta, en su pelo largo y sedoso extendido sobre sus sabanas color carmesí, en su cuerpo curvilíneo y tentador que provocaba en él la necesidad de acariciarlo hasta hacerla suplicar y suspirar de deseo.
Después de la comida, la cual no había conseguido tragar, se situó ante la ventana que daba a la calle, esperando verla llegar. El miedo se deslizaba por su piel; le aterraba perderla y el nudo en el estómago seguía ahí desde que la había visto marchar por la mañana temprano.
En cuanto el coche apareció por la vía, el corazón comenzó a palpitarle con fuerza, haciendo circular velozmente la sangre por sus venas. Se obligó a esperar y no abalanzarse sobre ella como un depredador hambriento, pero cuando la vio bajar del coche, su instinto pudo más y salió al exterior.
La abrazó por la cintura desde atrás y le acarició el cuello con los labios. Inmediatamente sintió la tensión que la desbordaba en la postura tensa de sus hombros y su espalda. Algo la preocupaba.
—Ha sido el día más largo de mi vida —susurró junto a su oído como saludo. Rebecca se estremeció de placer al sentir la calidez de su aliento contra su piel helada.
—Te he echado de menos —murmuró ella, atreviéndose a decir en voz alta lo que sentía, dispuesta a jugárselo todo a una carta.
Milles la giró entre sus brazos sin soltarla para poder verle el rostro. Unas arruguitas se marcaban en su ceño fruncido.
—¿Qué te pasa? —le preguntó, esperando egoístamente que las negociaciones no hubieran salido bien y fuera el motivo de su preocupación.
—Ha sido un día… extraño —explicó ella—. Milles, yo —se detuvo para hacer acopio de todo su valor antes de encararlo y contarle sus planes de futuro. Alzó la vista para mirarlo fijamente y sus piernas flaquearon ante la intensidad de su mirada—. He pedido a mis jefes que deleguen en mí la dirección de la nueva sucursal en Vancouver —soltó bruscamente, temiendo ver en él algún gesto de rechazo por la súbita noticia.
Quizás él sólo había intentado pasar las fiestas en compañía femenina, disfrutar de un buen revolcón, nada de compromisos a largo plazo, sin sentimientos que los ataran de por vida. Para ella, no sentir era ya inevitable.
—¿Y qué pasa con tu ascenso? —inquirió él. Rebecca contuvo la respiración, no era lo que había esperado escuchar de él.
—No me interesa —contestó con un hilo de voz—, mis prioridades han cambiado desde que te conozco…
—¿No te irás? —la cortó Ethan, intentando creer que sus palabras no eran fruto de sus deseos jugándole una mala pasada.
—No.
—¿Te quedarás aquí, conmigo? —inquirió de nuevo, esperando oír la tan ansiada respuesta afirmativa de su parte.
—Sólo si tú quieres —contestó Rebecca, bajando la mirada, nerviosa ante su posible reacción.
—¿Estás segura? —preguntó Ethan, alzando su rostro para que lo mirara a los ojos—. No soy como tú, no pertenezco a este mundo, soy… —comenzó explicándole, pero ella puso un dedo en sus labios para acallarlo. El brillo rojizo relució tras sus pupilas, incapaz de controlarlo ante su contacto. Ella asintió, perdida en esa tonalidad rubí que danzaba en su mirada, reconociendo su naturaleza especial, pero no sentía miedo, en ningún momento se había sentido atacada por él, ni siquiera le había dado motivos—. ¿Y aun así me aceptas?
Tenía que decirlo en voz alta, reconocerlo por sí misma.
—Sí —contestó ella sin dudarlo.
—Estoy obligado a decirte que no hay vuelta atrás —continuó él, con la sonrisa adornando sus labios. Le iba a resultar imposible permanecer a su lado y reprimir la necesidad de marcarla, alejándola así de la tentación que podía suponer para sus hermanos.
—No me importa —afirmó Rebecca.
Sólo deseaba estar con ese hombre, o lo que fuera, que había abierto las compuertas de su felicidad. Imaginarse el futuro sin estar a su lado le resultaba doloroso. La prueba la había tenido durante esas horas que había pasado separada de él, de su calor, de su aura sensual e irresistible que la había seducido en cuanto posó sus ojos en ella. Había sido una tortura debatir consigo misma qué quería y necesitaba y qué se suponía que quiso y buscó al llegar a Vancouver. Al final, los recuerdos de esas horas juntos había inclinado la balanza hacia él sin ningún lugar a dudas.
—Te quiero a mi lado eternamente —indicó Milles—, ¿lo aceptas?
Necesitaba su autorización y consentimiento antes de provocar lo inevitable. Rebecca se puso de puntillas y enlazó las manos detrás del robusto cuello masculino, tiró de él para acercarlo a ella y atrapó sus labios.
—¿Contesta esto a tu pregunta? —bromeó, con el corazón a punto de abrirse paso en su pecho y salir al exterior para gritarle al mundo su felicidad.
Milles comenzó a recitar en un lenguaje extraño e incomprensible para ella. Una hermosa rima ancestral que recorrió su cuerpo, erizando su piel e inundándola de un poder desconocido. Cerró los ojos, sintiendo la llama que palpitaba viva en su interior, y cuando los abrió, un brillo rojizo resplandeció tras sus pupilas.
—Ahora somos almas eternas, condenadas a permanecer unidas —explicó él. Rebecca asintió en silencio, sintiendo en su interior la misma esencia que había percibido en él, y que la había ido llenando poco a poco a lo largo de esas tres noches—. Prepárate, amor —le dijo, cogiéndola en brazos y dirigiéndose hacia su casa—, lo de este fin de semana ha sido sólo el comienzo de nuestra vida juntos.
Rebecca se acomodó entre sus brazos, apoyó la cabeza sobre su amplio torso y susurró:
¡Yo también quiero un regalo así para Navidad!, jejeje. Me han encantado tus personajes, sobre todo Miller (¿porqué será?, jejeje), y el relato ha estado fabuloso!, como todo lo que escribes querida Valnelia!.
ResponderEliminarYa sabes que adoro cómo escribes, tu gran habilidad para contar las cosas, describir los acontecimientos, expresar los sentimientos de los personajes... TODO!, jejeje.
Aunque la prota conoció al demonio (me encantan estos seres!, casi igual que los vampiros, jejeje), de una manera bastante bochornosa, que pronto perdió la vergüenza!, jajaja. Y el final es perfecto, ella rechazando un ascenso y kedandose a vivir en una ciudad fría k no le gusta x estar con él... (suspiro).
Bueno reina, gracias por participar en la antología!, k sería la misma sin tu talento?.
Upss, he estado tan perdida que ni había visto tu comentario.
ResponderEliminarMuchísimas gracias por tus palabras, wapa, me alegra saber que he sido capaz de expresar lo que sentía, jaja, sobre todo porque tengo fama de insensible que no es capaz de echar ni una lagrimita, jajaja, ni siquiera con las cosas que escribo, jajaja
Besotes, wapi.