Los suspiros en Navidad,
son heridas que no han podido sanar.
Conocí a Tony afuera de la estación del metro Indios verdes, sitio donde confluyen mares de gente, personas que de la Ciudad de México conocen apenas sus nombres. Y no me refiero a la condición intelectual o cognoscitiva de dichas personas, sino más bien a esa parte sensorial que nos constituye, a la curiosa conexión que establecemos entre el cuerpo y el alma, a lo que se obtiene al permitirse vivir.
Lamentablemente en mi país son muchos los seres que ya sólo se encargan de subsistir; y al respecto, entiendo que no todas las personas se encuentran en la misma situación, que no puedo juzgar y generalizar así como así, pero en algunos casos la mayoría es arrolladora y mi percepción apunta a que ésta, es precisamente una de esas cuestiones. Es lo que hay desde el filtro que habita en mi mirada y lo único que puedo ofrecer al compartir mis palabras.
Yo sostengo que soy parte de ese selecto grupo al que hago mención, de una forma tanto esperanzadora como desesperada, por lo que en realidad no hago alarde de ello como una master en experiencias espirituales o como las practicantes adineradas de yoga que suelen plagar la zona norponiente. Soy parte de los que se permiten vivir, simple y sencillamente porque las circunstancias me llevaron un paso adelante de la sobrevivencia. Aunque es cierto que a ésto, otros que también viven en la calle lo llamarían ‘acostumbrarse’, yo creo que resulta una visión muy conformista para lo que implica tenerlo todo y a la vez no tener absolutamente nada.
Y en este contexto fui a encontrar a Tony, y confieso que la primera vez que lo vi me recordó a los mismísimos ángeles, aquellos que mucho tiempo atrás mi madre había colocado en la repisa de mi habitación y que como él, poseían una mirada acuosa y espesa, de un tono azul precioso que destellaban en compañía de su cabello rubio y su complexión armónica.
O bueno, quizá sólo me lo parecía porque su existencia era tan poderosa que lo hacía resaltar de entre la multitud, porque la realidad era que Tony, al momento de conocerle, estaba vendiendo chicles sin marca y de colores, andaba harapiento y con la cara mugrosa, al igual que todas las partes que debido a su ropa remendada, se encontraban visibles.
No puedo describir a la perfección mi sentir, yo quería sólo dormir en aquel momento, llevaba tiempo comiendo migajas y el hambre me rebasaba, era irónico, no tenía comida pero tampoco fuerzas para pedir dinero y así conseguir alimento. Fue una época gris, en que Tony sólo se quedó parado a la entrada del metro iluminándolo todo, ofreciendo sus chicles y estorbando a los usuarios que surgían del subterráneo.
Quedé embelesada y prendada de la imagen inusual de aquel chico de aproximadamente 12 años, lo recuerdo con claridad, pues yo estaba en la acera de enfrente, cansada, sentada cerca de una coladera y mirando en su dirección. Estuve cerca de tres horas allí, tan sólo con la ocurrencia de quitarme la gorra y extender mi brazo izquierdo con las fuerzas restantes. Recibía una moneda a intervalos irregulares y automáticamente la guardaba, pues si hay que aprender un truco al pedir limosna es ese: todo lo recibido va directamente al bolsillo, la gorra vacía estimula la generosidad o la compasión de las personas, según como se quiera ver.
En serio fue extraño, reuní más monedas que todos los días juntos de la semana anterior, y por supuesto, no dudé en atribuírselo a la presencia del ángel, que en ningún momento se incomodó con mi mirada o siquiera la sintió. Al menos era lo que yo creía.
Llegó la noche y una señora me movió, con la excusa de que barrería el sitio, pero me levanté sin hacerle mucho caso. Rompí justo unos segundos con aquella conexión que había desde mi lado hacía el de Tony, y al querer volver a establecer el vínculo, noté que él ya estaba mirándome. Un pequeño sollozo se dibujaba en su rostro y me sentí avergonzada, quise girar la cabeza hacia otra parte pero ya era demasiado tarde, ahora Tony con paso firme se dirigía hacía mí.
—¡Ey!, ¡¿por qué no dejas de mirarme?! —dijo él antes de que pudiera fingir que no lo estaba mirando. Percibí que Tony tenía un grito potente, pero ni con eso cedía, pues caminaba todavía en mi dirección.
—¿Yo? —pregunté haciéndome la tonta.
—Sí, no te hagas mensa —me lo reconoció él, esta vez haciéndome frente.
—Lo siento, yo… no pareces ser de aquí —dije atropelladamente y sin éxito al inventarme una excusa.
—¿De aquí?, ¿de dónde? —se extrañó, y moviendo la nariz y frunciendo los labios a manera de reprobación, su gesto resultaba curioso.
—Si te lo digo te reirás de mí —admití, pero Tony simplemente sonrió.
—Tú te pareces más a los que se ríen de mí —había contestado de una forma más relajada, pero con un gesto desconfiado.
—Bueno, pues no tendría porqué —caminé despacio hacia una de las grandes avenidas, mirando de reojo y provocando exactamente aquello que quería lograr. Tony me siguió.
—¿Ya te vas? —cuestionó con voz amable y temblorosa—, ¿tan fácil y sin decir por qué me mirabas? —continuó.
—Está bien. Te miraba porque me recordaste a alguien —no estaba siendo del todo sincera, pero tampoco estaba mintiendo. Caminamos juntos un poco más.
—Oye, y ese alguien... ¿También es o era como nosotros? —sabía que se refería a la gente de la calle, pero me dolió profundamente que se englobara en un grupo tan marginado, tan basto y violento, pero en veces solidario.
—No, no era como nosotros —Traté de asimilarlo, al tiempo que lo decía.
—Que triste —dijo Tony y en sus ojos se dibujó rápidamente todo el dolor del mundo. No pude soportar esa imagen, así que seguí mi camino—. ¡Oye, oye!, ¿puedo ir contigo? —prosiguió con agitación y miré de nueva cuenta hacía él. Esta vez me pareció tan pequeño, que hubiera querido acunarlo entre mis brazos.
Con un esfuerzo sobrehumano me contuve.
—Si nos apuramos encontraremos cama en el albergue —al decirlo, se detuvo en seco.
—¿De qué albergue estás hablando? —dió unos pasos hacia atrás.
—¿Conoces el de Hidalgo? —volvió a relajarse.
—No, ¿qué tal está ese? —preguntó como si ya fuéramos grandes amigos. Curiosamente yo también lo sentía así.
—Pues ahí he dormido últimamente, encuentras lo de siempre, sólo que es raro que alguien te moleste -me detuve y me coloqué la gorra.
—Si, vamos.
Volvimos a estar en marcha, pero nos metimos sin pagar en la siguiente estación del metro que hallamos. No tardamos en llegar y, para cuando estábamos enfrente del albergue, los pies me dolían demasiado, aunque eso quedó totalmente olvidado cuando la sonrisa de Tony se ensanchó.
Lamentablemente en mi país son muchos los seres que ya sólo se encargan de subsistir; y al respecto, entiendo que no todas las personas se encuentran en la misma situación, que no puedo juzgar y generalizar así como así, pero en algunos casos la mayoría es arrolladora y mi percepción apunta a que ésta, es precisamente una de esas cuestiones. Es lo que hay desde el filtro que habita en mi mirada y lo único que puedo ofrecer al compartir mis palabras.
Yo sostengo que soy parte de ese selecto grupo al que hago mención, de una forma tanto esperanzadora como desesperada, por lo que en realidad no hago alarde de ello como una master en experiencias espirituales o como las practicantes adineradas de yoga que suelen plagar la zona norponiente. Soy parte de los que se permiten vivir, simple y sencillamente porque las circunstancias me llevaron un paso adelante de la sobrevivencia. Aunque es cierto que a ésto, otros que también viven en la calle lo llamarían ‘acostumbrarse’, yo creo que resulta una visión muy conformista para lo que implica tenerlo todo y a la vez no tener absolutamente nada.
Y en este contexto fui a encontrar a Tony, y confieso que la primera vez que lo vi me recordó a los mismísimos ángeles, aquellos que mucho tiempo atrás mi madre había colocado en la repisa de mi habitación y que como él, poseían una mirada acuosa y espesa, de un tono azul precioso que destellaban en compañía de su cabello rubio y su complexión armónica.
O bueno, quizá sólo me lo parecía porque su existencia era tan poderosa que lo hacía resaltar de entre la multitud, porque la realidad era que Tony, al momento de conocerle, estaba vendiendo chicles sin marca y de colores, andaba harapiento y con la cara mugrosa, al igual que todas las partes que debido a su ropa remendada, se encontraban visibles.
No puedo describir a la perfección mi sentir, yo quería sólo dormir en aquel momento, llevaba tiempo comiendo migajas y el hambre me rebasaba, era irónico, no tenía comida pero tampoco fuerzas para pedir dinero y así conseguir alimento. Fue una época gris, en que Tony sólo se quedó parado a la entrada del metro iluminándolo todo, ofreciendo sus chicles y estorbando a los usuarios que surgían del subterráneo.
Quedé embelesada y prendada de la imagen inusual de aquel chico de aproximadamente 12 años, lo recuerdo con claridad, pues yo estaba en la acera de enfrente, cansada, sentada cerca de una coladera y mirando en su dirección. Estuve cerca de tres horas allí, tan sólo con la ocurrencia de quitarme la gorra y extender mi brazo izquierdo con las fuerzas restantes. Recibía una moneda a intervalos irregulares y automáticamente la guardaba, pues si hay que aprender un truco al pedir limosna es ese: todo lo recibido va directamente al bolsillo, la gorra vacía estimula la generosidad o la compasión de las personas, según como se quiera ver.
En serio fue extraño, reuní más monedas que todos los días juntos de la semana anterior, y por supuesto, no dudé en atribuírselo a la presencia del ángel, que en ningún momento se incomodó con mi mirada o siquiera la sintió. Al menos era lo que yo creía.
Llegó la noche y una señora me movió, con la excusa de que barrería el sitio, pero me levanté sin hacerle mucho caso. Rompí justo unos segundos con aquella conexión que había desde mi lado hacía el de Tony, y al querer volver a establecer el vínculo, noté que él ya estaba mirándome. Un pequeño sollozo se dibujaba en su rostro y me sentí avergonzada, quise girar la cabeza hacia otra parte pero ya era demasiado tarde, ahora Tony con paso firme se dirigía hacía mí.
—¡Ey!, ¡¿por qué no dejas de mirarme?! —dijo él antes de que pudiera fingir que no lo estaba mirando. Percibí que Tony tenía un grito potente, pero ni con eso cedía, pues caminaba todavía en mi dirección.
—¿Yo? —pregunté haciéndome la tonta.
—Sí, no te hagas mensa —me lo reconoció él, esta vez haciéndome frente.
—Lo siento, yo… no pareces ser de aquí —dije atropelladamente y sin éxito al inventarme una excusa.
—¿De aquí?, ¿de dónde? —se extrañó, y moviendo la nariz y frunciendo los labios a manera de reprobación, su gesto resultaba curioso.
—Si te lo digo te reirás de mí —admití, pero Tony simplemente sonrió.
—Tú te pareces más a los que se ríen de mí —había contestado de una forma más relajada, pero con un gesto desconfiado.
—Bueno, pues no tendría porqué —caminé despacio hacia una de las grandes avenidas, mirando de reojo y provocando exactamente aquello que quería lograr. Tony me siguió.
—¿Ya te vas? —cuestionó con voz amable y temblorosa—, ¿tan fácil y sin decir por qué me mirabas? —continuó.
—Está bien. Te miraba porque me recordaste a alguien —no estaba siendo del todo sincera, pero tampoco estaba mintiendo. Caminamos juntos un poco más.
—Oye, y ese alguien... ¿También es o era como nosotros? —sabía que se refería a la gente de la calle, pero me dolió profundamente que se englobara en un grupo tan marginado, tan basto y violento, pero en veces solidario.
—No, no era como nosotros —Traté de asimilarlo, al tiempo que lo decía.
—Que triste —dijo Tony y en sus ojos se dibujó rápidamente todo el dolor del mundo. No pude soportar esa imagen, así que seguí mi camino—. ¡Oye, oye!, ¿puedo ir contigo? —prosiguió con agitación y miré de nueva cuenta hacía él. Esta vez me pareció tan pequeño, que hubiera querido acunarlo entre mis brazos.
Con un esfuerzo sobrehumano me contuve.
—Si nos apuramos encontraremos cama en el albergue —al decirlo, se detuvo en seco.
—¿De qué albergue estás hablando? —dió unos pasos hacia atrás.
—¿Conoces el de Hidalgo? —volvió a relajarse.
—No, ¿qué tal está ese? —preguntó como si ya fuéramos grandes amigos. Curiosamente yo también lo sentía así.
—Pues ahí he dormido últimamente, encuentras lo de siempre, sólo que es raro que alguien te moleste -me detuve y me coloqué la gorra.
—Si, vamos.
Volvimos a estar en marcha, pero nos metimos sin pagar en la siguiente estación del metro que hallamos. No tardamos en llegar y, para cuando estábamos enfrente del albergue, los pies me dolían demasiado, aunque eso quedó totalmente olvidado cuando la sonrisa de Tony se ensanchó.
***
Pasamos mucho tiempo en aquel albergue. Pronto, nos volvimos cómplices callejeros, y Tony, además de ángel, era como una pequeña ave que nunca dejaba de cantar.
Ahora que pongo esa situación de manera clara y frente a mi mesa, reparo en que ni una sola vez le pregunté su edad, su color favorito o si tenía planes de prosperar. También era cierto que él tampoco me solicitaba esas referencias, y es porque creo, que ese tipo de datos sólo se les da a las personas con las que se sabe no llegaremos a ningún lugar; sí, a las que no serán algo significativo en nuestras vidas y que sólo necesitan pequeños números y palabras para sentir que su mirada abarca nuestra totalidad.
Si alguien cree en almas gemelas, Tony bien podría haber sido la mía. Preguntaba banalidades con las que me divertía, nunca me hacía sentir incomoda como la mayoría de los chicos, y yo, muy a pesar de mi personalidad, intentaba protegerle de todo, aunque en el fondo bien sabía que él no necesitaba esa actitud de mi parte, pues yo era la que se sentía protegida en su compañía.
Acababa de cumplir los dieciocho, y a pesar de eso, la marcada diferencia de edades entre nosotros, sólo le afectaba a algunos del albergue y a los que nos veían limpiar parabrisas juntos y especialmente divertidos. Pero nada de eso importaba, al menos no a mí y por su actuar menos a Tony, estábamos bien y no supimos que eso era la felicidad: algo veloz pero también trivial. Si lo hubiéramos sabido, de igual manera hubiéramos intuido que sería un instante absolutamente efímero. Y entonces, cuando todo parecía marchar tan bien, a Tony ya no se le ocurrió cuestionar cosas insignificantes.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo Tony desde la cama de arriba. Esa noche nos habían dejado dormir en unas literas.
—Ya la estás haciendo Tony —contesté con rudeza, ya que estaba casi dormida.
—Bueno, quiero hacerte una más —agregó exasperado.
—Está bien —giré la cabeza por si se le ocurría, no viera mi expresión al contestar aquello que quería preguntar.
—¿Por qué hablas como hablas? —una pregunta extraña, pensé. Y al formularla acerté, pues se asomó rápidamente hacia mi cama.
—Pues porque no tengo otra manera de hacerlo —dije sencillamente.
—No, quiero decir que… ¿Por qué parece que has tenido una educación muy distinta a la de todos los demás, a la de todos los que nos encontramos viviendo en las calles? —Me fue inevitable mirarle a los ojos con cierto hastío, que lo hizo ruborizarse desde la frente hasta prácticamente todo el cuello.
—Primero Tony, incluso entre todos los que habitan las calles hay diferencias notables en su educación, cada uno ha crecido en condiciones distintas; y segundo, yo hablo como hablo porque es cierto que no nací en las calles, puedo decir que sólo mi adolescencia le pertenece a este exterior.
—Entonces Ale… ¿Qué fue?, ¿te saliste de tu casa? —la curiosidad se dibujó en su rostro y construía figuras inhóspitas.
—No, simplemente me quedé sin ella —respondí con un nudo en la garganta, nada me gustaba menos que recordar. De hecho, aún no hay nada que me moleste más.
—¿Cómo? —volvió él a la carga. En realidad me era muy difícil ocultarle algo a Tony, aunque sus modos naturales me desarmaban y en segundos yo ya estaba soltando cosas que nunca había contemplado contar, ni siquiera a una persona muerta.
—Lo resumiré y no habrá detalles —Tony me miró con atención, supuse que aceptaba mi oferta—. No conocí a mi padre biológico, mi madre se casó cuando yo era muy pequeña. Él, mi padrastro, siempre la golpeó aunque a mí nunca me trató mal, de hecho quizá por eso lo odio aún más. ¿Qué otra cosa?,¡ah sí!, nunca tuvimos una conversación propiamente dicha, sabía que me detestaba y yo era lo único que lo detenía para tener al completo a mi madre, en todo sentido. Gracias a él estudié. Mi madre y él murieron en un accidente, me quedé sin escuela, me quedé sin casa, me quedé sin mi madre, sólo con el amargo recuerdo de esas dos personas que al menos juntas, eran infelices. Desde entonces vivo en las calles y no me interesa otro lugar.
—Eso es triste ¿no lo crees? —Tony volvió a acomodarse en su cama.
—Sí y no. Cuando has probado ciertos aspectos de la sociedad y bajo ciertas circunstancias, no quieres volver a ellos nunca más. Aquí soy libre, vivo a costa de otros y por ahora estoy bien, no tienes porque fastidiarme más la vida Tony.
—Sigues hablando muy raro y no entiendo porqué —A su contestación mediocre puse los ojos en blanco, aunque no tardé en borrar ese guiño a mi pasado, bastaba mirarle nuevamente la piel, los destellos de un ángel que me hicieron meditar en sus palabras.
—Ahora que lo mencionas, quizá lo hago porque los libros fueron los únicos con los que mantenía una conversación, de ellos he aprendido todo lo que soy. Sabes, mi padrastro era un bastardo, pero en su casa había miles de libros: grandes, pequeños, de pasta dura o blanda, con ilustraciones y sin ellas, de historias de dragones y de mujeres cabizbajas; un arsenal para no querer morir joven. Dudo que él les diera lectura, muchos parecían nuevos, lo que me incitaba más a permanecer en su biblioteca —El tono de mi voz se había elevado, y quedó ahogado por los gritos de otro habitante de nuestra fila de camas.
—¡Dejen de hablar estupideces!, ¡no puedo dormir! —dijo el chico más grande de la litera contigua.
—Si no quieres que mi pie llegue con fuerza a tus partes nobles, es mejor que vuelvas a lo tuyo —le advertí. Pero pronto me arrepentí, utilizar la lengua no era lo mío. El grandote se levantó de un salto.
—¿Vas a patearme?, porque yo a ustedes sí, ¡par de estúpidos! —cuando dijo eso yo ya estaba de pie y Tony a mis espaldas.
—¿En qué te molestamos?. Yo creo que en nada, sólo estábamos platicando —intenté tranquilizar las cosas.
—Te he observado niñata, te crees la gran cosa, hablas como si nadie te mereciera, pero yo voy a educarte —Finalmente sentí el miedo recorrer mi cuerpo, el tipo casi alcanzaba los dos metros de estatura, era muy delgado y tenía una cicatriz en el pómulo izquierdo que me indicaba que, si la hubiera visto con anterioridad, no le habría plantado cara.
Y todo pasó, en mi mente aún no cabe la idea, de cómo las personas pueden llegar a perder hasta ese punto el control. Se abalanzó sobre mí y el chico de la otra litera y Tony se pusieron a gritar. El monstruo de la cicatriz me había cargado hasta la cama, intentaba desvestirme, pero mis pataletas no lo dejaban, mordía las partes de mi cuerpo que podía y yo gritaba del dolor y del esfuerzo.
Ningún otro huésped intentó ayudarme. Supuse que era el líder de muchos u otros simplemente le temían. Fue hasta que entraron algunos vigilantes con macanas que finalmente me soltó, pero mi cuerpo ya había sido recorrido por sus sucias 'caricias', mi ropa estaba rota y no me sentí tan miserable por mi propia congoja como por la de Tony, que por su cara y al parecer, no había presenciado conflicto alguno en su vida, incluso a pesar de ser también un niño de la calle.
No conforme con lo que debía añadir a mi estanque de penas, ahora debía portar la vergüenza de haber sido intimidada y vejada por un tipo asqueroso, que después de esa noche, a cada oportunidad nos amenazaba con lograr que ya no pudiéramos respirar.
Tras el incidente, Tony y yo decidimos dejar ese y todos los albergues, ningún sitio ya era seguro. Y lo vi tan afectado que le propuse que camináramos, únicamente eso. Él por su parte, tenía muchas dudas, me preguntaba que adónde iríamos y qué comeríamos, yo sólo pude contestar que lo mejor sería avanzar mediante nuestro instinto, que si confiaba en mí, podríamos estar bien juntos. Para mi sorpresa Tony aceptó, pero creo que lo hizo más a fuerza que por ganas, porque me veía tan entusiasmada con esa absurda idea y con salir de mi ensimismamiento por la situación con el monstruo de la cicatriz, que decidió no bajarme de mi nube, pero ojalá lo hubiera hecho.
Ahora que pongo esa situación de manera clara y frente a mi mesa, reparo en que ni una sola vez le pregunté su edad, su color favorito o si tenía planes de prosperar. También era cierto que él tampoco me solicitaba esas referencias, y es porque creo, que ese tipo de datos sólo se les da a las personas con las que se sabe no llegaremos a ningún lugar; sí, a las que no serán algo significativo en nuestras vidas y que sólo necesitan pequeños números y palabras para sentir que su mirada abarca nuestra totalidad.
Si alguien cree en almas gemelas, Tony bien podría haber sido la mía. Preguntaba banalidades con las que me divertía, nunca me hacía sentir incomoda como la mayoría de los chicos, y yo, muy a pesar de mi personalidad, intentaba protegerle de todo, aunque en el fondo bien sabía que él no necesitaba esa actitud de mi parte, pues yo era la que se sentía protegida en su compañía.
Acababa de cumplir los dieciocho, y a pesar de eso, la marcada diferencia de edades entre nosotros, sólo le afectaba a algunos del albergue y a los que nos veían limpiar parabrisas juntos y especialmente divertidos. Pero nada de eso importaba, al menos no a mí y por su actuar menos a Tony, estábamos bien y no supimos que eso era la felicidad: algo veloz pero también trivial. Si lo hubiéramos sabido, de igual manera hubiéramos intuido que sería un instante absolutamente efímero. Y entonces, cuando todo parecía marchar tan bien, a Tony ya no se le ocurrió cuestionar cosas insignificantes.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo Tony desde la cama de arriba. Esa noche nos habían dejado dormir en unas literas.
—Ya la estás haciendo Tony —contesté con rudeza, ya que estaba casi dormida.
—Bueno, quiero hacerte una más —agregó exasperado.
—Está bien —giré la cabeza por si se le ocurría, no viera mi expresión al contestar aquello que quería preguntar.
—¿Por qué hablas como hablas? —una pregunta extraña, pensé. Y al formularla acerté, pues se asomó rápidamente hacia mi cama.
—Pues porque no tengo otra manera de hacerlo —dije sencillamente.
—No, quiero decir que… ¿Por qué parece que has tenido una educación muy distinta a la de todos los demás, a la de todos los que nos encontramos viviendo en las calles? —Me fue inevitable mirarle a los ojos con cierto hastío, que lo hizo ruborizarse desde la frente hasta prácticamente todo el cuello.
—Primero Tony, incluso entre todos los que habitan las calles hay diferencias notables en su educación, cada uno ha crecido en condiciones distintas; y segundo, yo hablo como hablo porque es cierto que no nací en las calles, puedo decir que sólo mi adolescencia le pertenece a este exterior.
—Entonces Ale… ¿Qué fue?, ¿te saliste de tu casa? —la curiosidad se dibujó en su rostro y construía figuras inhóspitas.
—No, simplemente me quedé sin ella —respondí con un nudo en la garganta, nada me gustaba menos que recordar. De hecho, aún no hay nada que me moleste más.
—¿Cómo? —volvió él a la carga. En realidad me era muy difícil ocultarle algo a Tony, aunque sus modos naturales me desarmaban y en segundos yo ya estaba soltando cosas que nunca había contemplado contar, ni siquiera a una persona muerta.
—Lo resumiré y no habrá detalles —Tony me miró con atención, supuse que aceptaba mi oferta—. No conocí a mi padre biológico, mi madre se casó cuando yo era muy pequeña. Él, mi padrastro, siempre la golpeó aunque a mí nunca me trató mal, de hecho quizá por eso lo odio aún más. ¿Qué otra cosa?,¡ah sí!, nunca tuvimos una conversación propiamente dicha, sabía que me detestaba y yo era lo único que lo detenía para tener al completo a mi madre, en todo sentido. Gracias a él estudié. Mi madre y él murieron en un accidente, me quedé sin escuela, me quedé sin casa, me quedé sin mi madre, sólo con el amargo recuerdo de esas dos personas que al menos juntas, eran infelices. Desde entonces vivo en las calles y no me interesa otro lugar.
—Eso es triste ¿no lo crees? —Tony volvió a acomodarse en su cama.
—Sí y no. Cuando has probado ciertos aspectos de la sociedad y bajo ciertas circunstancias, no quieres volver a ellos nunca más. Aquí soy libre, vivo a costa de otros y por ahora estoy bien, no tienes porque fastidiarme más la vida Tony.
—Sigues hablando muy raro y no entiendo porqué —A su contestación mediocre puse los ojos en blanco, aunque no tardé en borrar ese guiño a mi pasado, bastaba mirarle nuevamente la piel, los destellos de un ángel que me hicieron meditar en sus palabras.
—Ahora que lo mencionas, quizá lo hago porque los libros fueron los únicos con los que mantenía una conversación, de ellos he aprendido todo lo que soy. Sabes, mi padrastro era un bastardo, pero en su casa había miles de libros: grandes, pequeños, de pasta dura o blanda, con ilustraciones y sin ellas, de historias de dragones y de mujeres cabizbajas; un arsenal para no querer morir joven. Dudo que él les diera lectura, muchos parecían nuevos, lo que me incitaba más a permanecer en su biblioteca —El tono de mi voz se había elevado, y quedó ahogado por los gritos de otro habitante de nuestra fila de camas.
—¡Dejen de hablar estupideces!, ¡no puedo dormir! —dijo el chico más grande de la litera contigua.
—Si no quieres que mi pie llegue con fuerza a tus partes nobles, es mejor que vuelvas a lo tuyo —le advertí. Pero pronto me arrepentí, utilizar la lengua no era lo mío. El grandote se levantó de un salto.
—¿Vas a patearme?, porque yo a ustedes sí, ¡par de estúpidos! —cuando dijo eso yo ya estaba de pie y Tony a mis espaldas.
—¿En qué te molestamos?. Yo creo que en nada, sólo estábamos platicando —intenté tranquilizar las cosas.
—Te he observado niñata, te crees la gran cosa, hablas como si nadie te mereciera, pero yo voy a educarte —Finalmente sentí el miedo recorrer mi cuerpo, el tipo casi alcanzaba los dos metros de estatura, era muy delgado y tenía una cicatriz en el pómulo izquierdo que me indicaba que, si la hubiera visto con anterioridad, no le habría plantado cara.
Y todo pasó, en mi mente aún no cabe la idea, de cómo las personas pueden llegar a perder hasta ese punto el control. Se abalanzó sobre mí y el chico de la otra litera y Tony se pusieron a gritar. El monstruo de la cicatriz me había cargado hasta la cama, intentaba desvestirme, pero mis pataletas no lo dejaban, mordía las partes de mi cuerpo que podía y yo gritaba del dolor y del esfuerzo.
Ningún otro huésped intentó ayudarme. Supuse que era el líder de muchos u otros simplemente le temían. Fue hasta que entraron algunos vigilantes con macanas que finalmente me soltó, pero mi cuerpo ya había sido recorrido por sus sucias 'caricias', mi ropa estaba rota y no me sentí tan miserable por mi propia congoja como por la de Tony, que por su cara y al parecer, no había presenciado conflicto alguno en su vida, incluso a pesar de ser también un niño de la calle.
No conforme con lo que debía añadir a mi estanque de penas, ahora debía portar la vergüenza de haber sido intimidada y vejada por un tipo asqueroso, que después de esa noche, a cada oportunidad nos amenazaba con lograr que ya no pudiéramos respirar.
Tras el incidente, Tony y yo decidimos dejar ese y todos los albergues, ningún sitio ya era seguro. Y lo vi tan afectado que le propuse que camináramos, únicamente eso. Él por su parte, tenía muchas dudas, me preguntaba que adónde iríamos y qué comeríamos, yo sólo pude contestar que lo mejor sería avanzar mediante nuestro instinto, que si confiaba en mí, podríamos estar bien juntos. Para mi sorpresa Tony aceptó, pero creo que lo hizo más a fuerza que por ganas, porque me veía tan entusiasmada con esa absurda idea y con salir de mi ensimismamiento por la situación con el monstruo de la cicatriz, que decidió no bajarme de mi nube, pero ojalá lo hubiera hecho.
***
Nuestras caminatas se volvieron en sí nuestros negocios de siempre, sólo que movibles. Tony vendía dulces allí a donde íbamos, yo seguía pidiendo limosna. A él le daba más pena eso, pero a mi me resultaba más fácil, así que yo a lo mío y el a lo suyo. Dormíamos en parques, afuera de locales comerciales, en estaciones de autobuses y mil sitios más que quizá para muchos sería difícil de imaginar.
Tony y yo no teníamos conflicto alguno, éramos como una especie de buzos que se entendían perfectamente en las profundidades del mar, a señas o gesticulaciones ridículas, daba igual, nuestro vínculo ya se había hecho muy fuerte y era casi imposible que algo lo fragmentara hasta el punto de no poderlo remediar.
Cuando ya no teníamos noción de los días, de las horas o del trascurrir de los segundos, fue cuando Tony comenzó a perder su brillo. Al caminar me pedía que nos detuviéramos, cuando anteriormente él era el que me alentaba. Su sonrisa ya siempre estaba a medias y debí advertir que algo estaba por suceder, que nos cambiaría a ambos y que no importaba a dónde se dirigieran nuestros pasos, pues siempre volveríamos al mismo lugar.
—Tengo hambre —me dijo Tony casi en un susurro. Esa posición ya era muy frecuente entre nosotros y la tomábamos tan en serio como a la ligera.
—Ven —intenté levantarlo del tronco donde se había sentado. Sentí la fragilidad de sus huesos como no lo había hecho hasta entonces—. Vamos a esa tienda de ahí, a lo mejor y nos puedan regalar algunas sobras -hice que se recargara en mi hombro y lo rodeé por la cintura, sus cabellos rubios jugueteaban a un costado de mi cuello.
Ingresamos a la tienda y un señor gruñón estaba al mostrador. Me dio mucha pena molestarlo, así que paseé con Tony entre los estantes de productos, todos lucían apetitosos, hasta las bolsas con detergente. El señor apenas nos miró, por nuestra facha igual y supuso que nos iríamos en cualquier momento. Pero no, Tony pudo caminar un poco mejor bajo el techo de la tienda y tomó mi mano de forma muy atenta, me condujo por las distintas secciones e hizo que nos agacháramos cerca de unas croquetas para perro.
—No pienso comer eso Tony —él parecía saber lo que hacía, porque me colocó el dedo índice sobre los labios para silenciarme. Seguimos en cuclillas por espacio de diez minutos. Cuando mis piernas ya estaban hormigueando, de pronto, pudimos escuchar como los cristales de las puertas del local estaban siendo brutalmente quebrantadas.
Lo primero que se me ocurrió hacer, fue abandonar esa posición absurda e intentar ver a través de los estantes. Pero Tony tiró de mí pantalón hasta hacerme empequeñecer de nuevo. Es curioso como funcionan los sentidos en casos de riesgo. Al momento de contraer mi cuerpo para volver a la posición antigua, todo funcionó de manera distinta a mi alrededor, el tiempo transcurrió más lentamente y me percaté de muchos detalles a través de los estantes, uno de ellos, el más impactante y que aún se repite en mi cabeza: un hombre parado frente al tendero, muy alto, sucio y con una característica marca en el pómulo. Era él, el grandote que nos había hecho poner pies en polvorosa del albergue.
Tony y yo estábamos en el suelo muy asustados, yo sabiendo que Tony no lo había visto pero que de algún modo sabía que estaba ahí.
—Vengo por mi comisión viejo gordo —dijo el tipo y el tendero parecía suplicar con balbuceos. Yo sabía que el tipo traía algo en las manos y que con eso había podido romper los cristales de la entrada, pero realmente no sabía qué era—. Ya te dimos mucho tiempo y mis muchachos no pueden quedarse sin paga -prosiguió con la más grande malignidad que podría existir en una voz.
—No me has dado tiempo de juntar nada —se quejó el tendero.
—Está bien, entonces me cobraré en especie —el tipo había dado unos cuantos pasos entre los estantes más próximos. Empezó a olisquear y presentí que en el aire nuestro aroma imperaba, que todo estaba lleno de nuestro miedo y que era de lo que se alimentaba aquel ser.
Avanzó a otras secciones y junto con sus compinches, que hasta el momento creía nulos, tomaban paquetes de comida y los vertían en el suelo, algunas cosas consumían y se paraban frente a los refrigeradores para destruirlos. Los múltiples reflejos hicieron visible el arma, un mazo, era con lo que destruían cualquier cristal; y la tienda ya era una lluvia resplandeciente, que aceleraba cada vez mi corazón, pero que a Tony no parecía causarle efecto. Él mantenía una de sus manos en mi boca y la otra en mi mano izquierda. Podía sentir su pulso y temí lo peor.
El tipo de la cicatriz finalmente dobló hacia atrás del mobiliario en que nos escondíamos. Primero, nos miró con sorpresa, después, sus ojos revelaban que había estado esperando mucho para ese encuentro.
—Miren que tenemos aquí —nos señaló con un movimiento de cabeza, al momento que sus secuaces lo alcanzaban, nos alcanzaban. Yo no conocía ni a uno ni a otro y eso me dio más miedo.
Sin soltar a Tony intenté saltar una barra que daba al patio trasero de la tienda, pero los adeptos del monstruo nos alcanzaron. El tipo nos escupió, y sin mediar más palabra o contemplar razón alguna lanzó una de las puntas del mazo sobre mí.
Un fuerte crack hizo que la cabeza me diera mil vueltas, él que me tenía asida por la espalda me soltó de repente, intenté correr, pero el dolor me era insoportable. Descubrí que provenía de mi miedo, pues el que yacía en el suelo era Tony, con su rubio tono manchado de rojo, un rojo que no se parecía a ningún otro, un rojo que hablaba de muerte.
Vomité cerca de un estante, tomada de él y queriendo revertir el tiempo. El monstruo de la cicatriz y sus brazos de maldad, huyeron al comprender el alcance de sus actos.
Al fondo de la escena tétrica y despiadada -aunque minutos atrás la música que sonaba consideraba éxitos campiranos y populares-, unos villancicos comenzaron a sonar en la radio del local. Esos villancicos, que tenían como propósito recordarme a mí y a todos los demás que día correspondía al calendario mostrar, sólo me hacían dibujar en el aire la imagen de un Tony con un rojo ausente en el cuero cabelludo, con su sonrisa impecable, con su luminosidad intacta.
Tony y yo no teníamos conflicto alguno, éramos como una especie de buzos que se entendían perfectamente en las profundidades del mar, a señas o gesticulaciones ridículas, daba igual, nuestro vínculo ya se había hecho muy fuerte y era casi imposible que algo lo fragmentara hasta el punto de no poderlo remediar.
Cuando ya no teníamos noción de los días, de las horas o del trascurrir de los segundos, fue cuando Tony comenzó a perder su brillo. Al caminar me pedía que nos detuviéramos, cuando anteriormente él era el que me alentaba. Su sonrisa ya siempre estaba a medias y debí advertir que algo estaba por suceder, que nos cambiaría a ambos y que no importaba a dónde se dirigieran nuestros pasos, pues siempre volveríamos al mismo lugar.
—Tengo hambre —me dijo Tony casi en un susurro. Esa posición ya era muy frecuente entre nosotros y la tomábamos tan en serio como a la ligera.
—Ven —intenté levantarlo del tronco donde se había sentado. Sentí la fragilidad de sus huesos como no lo había hecho hasta entonces—. Vamos a esa tienda de ahí, a lo mejor y nos puedan regalar algunas sobras -hice que se recargara en mi hombro y lo rodeé por la cintura, sus cabellos rubios jugueteaban a un costado de mi cuello.
Ingresamos a la tienda y un señor gruñón estaba al mostrador. Me dio mucha pena molestarlo, así que paseé con Tony entre los estantes de productos, todos lucían apetitosos, hasta las bolsas con detergente. El señor apenas nos miró, por nuestra facha igual y supuso que nos iríamos en cualquier momento. Pero no, Tony pudo caminar un poco mejor bajo el techo de la tienda y tomó mi mano de forma muy atenta, me condujo por las distintas secciones e hizo que nos agacháramos cerca de unas croquetas para perro.
—No pienso comer eso Tony —él parecía saber lo que hacía, porque me colocó el dedo índice sobre los labios para silenciarme. Seguimos en cuclillas por espacio de diez minutos. Cuando mis piernas ya estaban hormigueando, de pronto, pudimos escuchar como los cristales de las puertas del local estaban siendo brutalmente quebrantadas.
Lo primero que se me ocurrió hacer, fue abandonar esa posición absurda e intentar ver a través de los estantes. Pero Tony tiró de mí pantalón hasta hacerme empequeñecer de nuevo. Es curioso como funcionan los sentidos en casos de riesgo. Al momento de contraer mi cuerpo para volver a la posición antigua, todo funcionó de manera distinta a mi alrededor, el tiempo transcurrió más lentamente y me percaté de muchos detalles a través de los estantes, uno de ellos, el más impactante y que aún se repite en mi cabeza: un hombre parado frente al tendero, muy alto, sucio y con una característica marca en el pómulo. Era él, el grandote que nos había hecho poner pies en polvorosa del albergue.
Tony y yo estábamos en el suelo muy asustados, yo sabiendo que Tony no lo había visto pero que de algún modo sabía que estaba ahí.
—Vengo por mi comisión viejo gordo —dijo el tipo y el tendero parecía suplicar con balbuceos. Yo sabía que el tipo traía algo en las manos y que con eso había podido romper los cristales de la entrada, pero realmente no sabía qué era—. Ya te dimos mucho tiempo y mis muchachos no pueden quedarse sin paga -prosiguió con la más grande malignidad que podría existir en una voz.
—No me has dado tiempo de juntar nada —se quejó el tendero.
—Está bien, entonces me cobraré en especie —el tipo había dado unos cuantos pasos entre los estantes más próximos. Empezó a olisquear y presentí que en el aire nuestro aroma imperaba, que todo estaba lleno de nuestro miedo y que era de lo que se alimentaba aquel ser.
Avanzó a otras secciones y junto con sus compinches, que hasta el momento creía nulos, tomaban paquetes de comida y los vertían en el suelo, algunas cosas consumían y se paraban frente a los refrigeradores para destruirlos. Los múltiples reflejos hicieron visible el arma, un mazo, era con lo que destruían cualquier cristal; y la tienda ya era una lluvia resplandeciente, que aceleraba cada vez mi corazón, pero que a Tony no parecía causarle efecto. Él mantenía una de sus manos en mi boca y la otra en mi mano izquierda. Podía sentir su pulso y temí lo peor.
El tipo de la cicatriz finalmente dobló hacia atrás del mobiliario en que nos escondíamos. Primero, nos miró con sorpresa, después, sus ojos revelaban que había estado esperando mucho para ese encuentro.
—Miren que tenemos aquí —nos señaló con un movimiento de cabeza, al momento que sus secuaces lo alcanzaban, nos alcanzaban. Yo no conocía ni a uno ni a otro y eso me dio más miedo.
Sin soltar a Tony intenté saltar una barra que daba al patio trasero de la tienda, pero los adeptos del monstruo nos alcanzaron. El tipo nos escupió, y sin mediar más palabra o contemplar razón alguna lanzó una de las puntas del mazo sobre mí.
Un fuerte crack hizo que la cabeza me diera mil vueltas, él que me tenía asida por la espalda me soltó de repente, intenté correr, pero el dolor me era insoportable. Descubrí que provenía de mi miedo, pues el que yacía en el suelo era Tony, con su rubio tono manchado de rojo, un rojo que no se parecía a ningún otro, un rojo que hablaba de muerte.
Vomité cerca de un estante, tomada de él y queriendo revertir el tiempo. El monstruo de la cicatriz y sus brazos de maldad, huyeron al comprender el alcance de sus actos.
Al fondo de la escena tétrica y despiadada -aunque minutos atrás la música que sonaba consideraba éxitos campiranos y populares-, unos villancicos comenzaron a sonar en la radio del local. Esos villancicos, que tenían como propósito recordarme a mí y a todos los demás que día correspondía al calendario mostrar, sólo me hacían dibujar en el aire la imagen de un Tony con un rojo ausente en el cuero cabelludo, con su sonrisa impecable, con su luminosidad intacta.
***
Hoy, tengo una familia pero también Tony está presente y de alguna manera entiendo que los ángeles sólo han venido a sufrir a la Tierra, es una forma cruel de verlo, pero no, no me explico de una forma más sencilla o menos dolorosa su partida. Creo que Tony tenía que haber estado en ese preciso lugar, a las afueras del metro, intentando llamar la atención con su halo especial, ganándose mi confianza y afectividad. Tony era mi ángel de eso no hay duda y recibió todos los golpes que venían en mi dirección. No me siento orgullosa por ello, pero ahora, al abrazar a mis pequeños antes de irse a la cama, sé que fueron obra de Tony, y que él, dió el primer paso para sacarme de mi obscena realidad.
Sentada en el sofá de siempre, miro el árbol de Navidad, me recuerda inmensamente al que todos colocábamos en el albergue, en los tiempos en que no existían más monstruos que los internos.
En una mano sostengo una taza humeante del más exquisito café y la otra, está apoyada en la de mi esposo, que ajeno a ese mundo pasado puede sentir mi afectación y advertir que no quiero compartirla con él, que ese recuerdo sólo es mío, de alguien más y del destino.
Afuera, el viento sopla cada vez más fuerte, mi esposo ya se ha ido a dormir y me ha pedido que no me quede mucho tiempo despierta. Sonrío por todo lo que acabo de rememorar, nada odio ni amo más.
Me dirijo hasta el árbol natural que mis hijos han decorado con nuestra ayuda, y me es imposible levantar la vista, notar como el ángel de la copa me sonríe, el que yo misma fabriqué pensando en Tony, en un pasado que no volverá, en las cosas que dejé gustosamente atrás, en que debo obligarme a ya no preocuparme más.
Suspiro al apagar las luces que decoran la melancólica intimidad de mi hogar, el árbol sigue encendido, intermitentemente, como mi respirar. Algo pesa en mi pecho y probablemente siempre lo hará, después de todo, otra vez es Navidad.
Sentada en el sofá de siempre, miro el árbol de Navidad, me recuerda inmensamente al que todos colocábamos en el albergue, en los tiempos en que no existían más monstruos que los internos.
En una mano sostengo una taza humeante del más exquisito café y la otra, está apoyada en la de mi esposo, que ajeno a ese mundo pasado puede sentir mi afectación y advertir que no quiero compartirla con él, que ese recuerdo sólo es mío, de alguien más y del destino.
Afuera, el viento sopla cada vez más fuerte, mi esposo ya se ha ido a dormir y me ha pedido que no me quede mucho tiempo despierta. Sonrío por todo lo que acabo de rememorar, nada odio ni amo más.
Me dirijo hasta el árbol natural que mis hijos han decorado con nuestra ayuda, y me es imposible levantar la vista, notar como el ángel de la copa me sonríe, el que yo misma fabriqué pensando en Tony, en un pasado que no volverá, en las cosas que dejé gustosamente atrás, en que debo obligarme a ya no preocuparme más.
Suspiro al apagar las luces que decoran la melancólica intimidad de mi hogar, el árbol sigue encendido, intermitentemente, como mi respirar. Algo pesa en mi pecho y probablemente siempre lo hará, después de todo, otra vez es Navidad.
Hola querida Dulce. Gracias por colgar mi relato.
ResponderEliminarA propósito, me gustaría que consideraras para la antología el último que te envié, pues es el que ya está corregido.
Una disculpa a las demás socias por los 'horrores ortográficos' presentes en este texto, creo que mejoró notablemente en la última entrega.
Felicidades a todas por sus escritos. Les mando un fuerte abrazo.
Una historia conmovedora, emotiva, triste y dura... Pero bonita al fin y al cabo, que es lo que importa, jejeje.
ResponderEliminarLo que más me gusta es la trama que has elegido, relatando la vida dura de los "sin techo". En este caso, de una jovencita y un niño... Nos demuestras con cada palabra relatada, lo mal que se vive en la calle y las malas personas que existen... Mira que asesinar al pobre Toni!...
He disfrutado leyéndote querida, menos mal que te animastes a participar en la antología!, jejeje. Gracias por hacerlo!, saludos!!!