Solsticio de Invierno
Cuando Claudia Cornelia aterrizó en Lanuvium, su planeta natal, después de más de cinco años de ausencia desde el comienzo de la guerra civil que azotaba Roma, esperaba poder encontrar la paz de espíritu que necesitaba junto a su familia. Su padre, en el último mensaje, prácticamente había ordenado a su hija que regresara a Ninium, su hogar, durante el solsticio de invierno; si ella no lo hacía por sus propios medios, mandaría a una patrulla de Lanuvium que la arrastrase de vuelta con él. El ya retirado senador Lucio Cornelio Marcelo estaba preocupado por su única hija y Claudia sabía bien porque su padre la obligaba a regresar. No sabía a qué tenía más miedo, si a escuchar de labios de su padre el consabido “te lo dije” o a tener que contarle las razones por las que había acabado convirtiéndose en la amante de aquel hombre. Pero en cualquier caso, Claudia necesitaba alejarse de la capital, de sus compañeros de misión, de todo, de todos y un viaje hasta la lejana Lanuvium, un pequeño planeta cuya superficie era completamente verde, lleno de plácidos lagos y mares, sin apenas tecnología, completamente neutral, era la decisión más acertada en ese momento. Ya había tenido suficientes malas decisiones en los últimos dos años.
Mientras la Clothus, nave oficial de la República de Ir Primae IV, maniobraba suavemente para colocarse sobre la plataforma del puerto espacial de Lanuvium, Claudia observó desde la ventana del puente de mando la recepción de bienvenida que comandaba su padre, compuesta por media docena de personas. Torció el gesto al verse en el compromiso de tener que saludar a un montón de personas a las que hacia años que no veía. Claudia era una Embajadora Consular, una de las diplomáticas más eficientes de la República de Ir Primae IV, merecedora de varias medallas, muchos honores y una fama de la que se lamentaba. Era una joven prometedora en la que la República confiaba para misiones diplomáticas, al mando de una delegación formada por cuatro destacados miembros en diversos oficios. Había estado en el corazón de varias batallas, había negociado con el enemigo, había rescatado a personas importantes de prisiones enemigas, había obtenido más victorias que ningún otro Embajador Consular… pero jamás llegaría a ser Senadora como lo había sido su padre. No importaban los esfuerzos que ella hiciera por la República de Ir Primae IV, el puesto de Senador de Lanuvium, que había pertenecido a su padre, estaba ahora en manos del joven Tito Julio Varo.
El capitán de Clothus anunció que habían aterrizado sin problemas y la joven embajadora agradeció a toda la tripulación aquel viaje rápido y tranquilo, sin contratiempos; viajaba de incógnito debido a las crecientes amenazas sobre su persona. Bajó por la rampa de la nave hasta la plataforma de aterrizaje, dónde su padre rompió todos los protocolos para acercarse a ella y darle un fuerte abrazo. Un abrazo paterno, uno de esos abrazos del que sabe que su hija solo necesita apoyo y no palabras de desaprobación por sus últimos actos. Claudia no lo esperaba y derramó una lágrima sobre la túnica púrpura de Lucio; pero era una mujer forjada en los horrores de la guerra y las negociaciones más cruentas, por lo que supo controlar sus desbordadas emociones, manteniendo el rostro sereno y firme. No quería permitirse una debilidad delante de su padre porque eso sería admitir que su amante le había destrozado no solo el corazón, sino el orgullo.
–Me alegra que estés en casa –le dijo dándole un beso en la frente. Claudia sonrió de forma mecánica, se alegraba de regresar, pero deseaba romper a llorar con demasiada intensidad.
–Yo también me alegro de volver, padre –respondió la embajadora con solemnidad. Su padre sonrió ampliamente, la cogió de la mano y la acercó al pequeño grupo que se había reunido en el puerto espacial para recibirla.
Claudia no tenía más familia que su padre, y su padre no tenía más familia que ella, por lo que la comitiva estaba formada por altos cargos. Reconoció al gobernador de Lanuvium, al legado, a varios consejeros y delegados; incluso un embajador como ella. Pero lo que realmente sorprendió a Claudia fue encontrar a Tito Julio Varo, Senador de Lanuvium. Claudia creía que el joven político estaría en el Senado de Ir Primae IV, en Roma, atendiendo sus responsabilidades como magistrado. Quizá, dada las fechas tan próximas a la celebración del solsticio de invierno Varo podía tomarse unos días de vacaciones. Para Claudia eran sus primeras vacaciones desde que a los dieciséis años hubiese empezado con su carrera política en la República Interplanetaria de Ir Primae IV.
El Senador Varo se mantuvo al margen a la espera de que Claudia saludase a todos los que se habían congregado para recibirla. Luego, se acercó a ella con la mejor de sus sonrisas; no la sonrisa entrenada de buen diplomático, sino un gesto sincero. Y es que se alegraba de poder hablar una vez más con ella. Varo no había tenido el placer de conocerla en las escuelas de política, retórica y oratoria de Lanuvium, dado que él era unos pocos años mayor que ella; pero como Senador, Claudia estaba bajo su mando en la capital de Ir Primae IV y desde que comenzase la Guerra había aprendido mucho de ella. Una lástima que fuese tan joven, el Senado había perdido a una gran política.
–Embajadora Claudia Cornelia –saludó el joven.
–Senador Varo –respondió ella, siempre tan correcta. Varo estudió aquel rostro hermoso, cuyos ojos se habían endurecido con los horrores de los que había sido testigo. En el fondo, aunque podía ver por el brillo de sus pupilas que se alegraba de estar en Lanuvium, Varo pudo vislumbrar una bruma de tristeza que se arremolinaba con fuerza. Claudia había pasado de ser una muchacha jovial y encantadora, a reprimir todas y cada una de sus emociones. El senador sabía porqué. Todos lo sabían. Y Claudia sabía que todos lo sabían y eso hacía que se mostrase formal, rígida y disciplinada.
–Realmente no tenía ni idea de que la ilustre Claudia Cornelia fuese a venir a Lanuvium por estas fechas, de haberlo sabido la habría invitado a viajar escoltada por mi guardia en mi propia nave –comenzó Varo–. Pero no quisiera entretenerla más, estoy seguro de que querrá descansar de tan largo viaje y tener un momento a solas con su familia –expresó Varo con sabiduría–. Al gobernador y a mi nos ha encantado poder recibirla, embajadora. Espero que pase tiempo entre nosotros, me gustaría poder hablar con usted…
Claudia levantó la barbilla, como si se hubiese sentido ofendida por la hospitalidad del senador.
–Si el Gobernador o el Senador desean recibir alguno de mis informes o hacerme partícipe de algún asunto, ruego que lo expresen ahora. El viaje ha sido largo, pero tranquilo; y dada la exigencia con la que mi padre me ha ordenado venir, empiezo a pensar que mi presencia en Lanuvium se debe a más motivos –habló Claudia con la voz endurecida por la experiencia. Estaba tensa, muy tensa. Varo levantó las cejas asombrado por la reacción de la muchacha, pero fue Lucio Cornelio Marcelo quién replicó a su hija, poniendo una mano sobre su hombro.
–Relájate, querida. Si te he hecho venir es porque quiero que te tomes un descanso y lo hagas aquí, conmigo, con nosotros. No hay misiones, ni informes, ni nada.
–En ese caso, mis disculpas –acostumbrada a la disciplina militar, Claudia inclinó ligeramente la cabeza a modo de disculpa y respiró un par de veces por la nariz para recuperar la compostura. Tenía los nervios de punta ante la presencia de tantas personas. Lo que más deseaba en ese momento era desaparecer, pasar inadvertida entre todos ellos. Y olvidar, sobre todo olvidar, porque sentía las miradas de todos aquellos consejeros, de todos los altos cargos, de su padre y del senador, todos los ojos puestos en ella; sin duda, buscando un síntoma, una muestra de debilidad. Los frívolos rumores extendidos por el corazón de la República Interplanetaria habían llegado hasta Lanuvium y aquellas personas la estaban juzgando en silencio. Se preguntaban como ella, una encantadora e ingenua idealista había acabado en brazos de Marco Galeo Cornuto, Senador de Corinium, un hombre de la edad de su padre con fama de libertino. Claudia también se preguntaba esto. Se acarició la mejilla, allí dónde fue golpeada por última vez y trató de alejar de su mente la humillación pasada.
***
Otra de las cosas que Claudia esperaba de su retiro en Lanuvium era la de refugiarse en su hogar, protegida por los muros de la mansión, pasando las horas bajo las mantas de su cama para que las heridas abiertas de su corazón pudieran cicatrizar bien. Estaba segura de que con tiempo se recuperaría de la horrible experiencia que había vivido junto a Marco, pero en estos momentos lo veía todo tan negro como la galaxia por la que viajaba, oscura e infinita y su poca experiencia en temas sentimentales la sumía en una desesperación absoluta.
Y lo que no esperaba de su retiro era encontrar su hogar invadido. Eso era para Claudia, una invasión en toda regla. Entendió, con claridad, las razones por las que su padre había insistido tanto en que regresara y la verdad era que se alegraba de que su padre quisiera rehacer su vida. Pero no le gustaba que lo hubiera mantenido en secreto y ahora le presentase a su novia justo cuando ella acababa de desembarcar, así, a traición, sin posibilidad de escapar.
Se llamaba Lucrecia Camila Furia y tenía veintiséis años, tan solo un año más que Claudia. Y ahora vivía en su casa, con su padre. La joven Lucrecia sonrió con dulzura cuando Lucio la presentó a su hija, pero Claudia mantuvo las distancias sin mostrarse más cálida de lo que se había mostrado ante las autoridades de Lanuvium. Extendió la mano modo de saludo hacia Lucrecia, evitando así que ella pudiera darle un abrazo o un beso o esos modos de saludo afectivo de los que la gente solía abusar. Claudia había pasado mucho tiempo entre militares, políticos y todo tipo de magistrados, a los que saludaba siempre dando la mano, así que ese gesto fue interpretado por Lucio y por Lucrecia como un gesto mecánico al que ella estaba acostumbrada y con el que se sentía cómoda.
–Por fin te conozco, Claudia –dijo Lucrecia estrechando la mano de la embajadora. El tacto de los dedos sobre su palma provocaron un hormigueo en Claudia, la cual, durante un breve instante, se sintió tentada de leer en la mente de esa joven desconocida. Pero no lo hizo, por deferencia a su padre, el cual se había situado entre ellas y las miraba alternativamente a una y a otra, sin dejar de mirar las manos que ellas acababan de estrechar. –Tu padre me ha hablado mucho de ti, ¿sabes?. Tenía ganas de conocerte por fin.
Y sonrió. Y Claudia sintió ganas de vomitar y de pegarle a alguien. Separó la mano de Lucrecia, mostrando una sonrisa entrenada que a fuerza de tanto utilizar, parecía real y sincera. No lo era, pero ninguno se percató de este detalle.
–Pues yo no sabía nada de ti, Lucrecia. Disculpa si no parezco tan emocionada… –y no añadió nada más, porque como buena diplomática que había negociado con todo tipo de personas horribles, lo último que debías decir es que te desagradaba estar en su presencia. Claudia estaba indignada, furiosa y dolida, pero su sonrisa seguía ahí, imperturbable. Como negociadora, nunca debía mostrarle sus debilidades al enemigo y por el momento, Lucrecia lo era a menos que se demostrase lo contrario–. Es toda una sorpresa para mí. Os felicito.
Y se quedó ahí, en el salón de su casa, frente a su padre y a una completa desconocida a la que él abrazaba, controlando sus emociones sólo como ella sabía hacer. Cuando has hablado con generales enemigos durante una guerra sabes como mantener la compostura. Su padre quedó encantado por la reacción de su hija ante esta pequeña encerrona y durante la cena mantuvieron una charla relajada. Lucio relató cómo había conocido a Lucrecia, detalles que a Claudia no le interesaban en absoluto, pero sabía fingir atención, aún sin escuchar todo lo que su padre le decía. Su mente era un torbellino de emociones, pues, ¿cómo tenía su padre el descaro de haberle recriminado haberse relacionado con Marco, un hombre que doblaba la edad de Claudia, y ahora ¿él se liaba con una chica de la edad de su hija?. Se reiría, pero había perdido las ganas de reír.
–Sé que es difícil, cielo –le dijo su padre tras la cena, ya a solas, en la puerta de su habitación, una habitación en la que no entraba desde hace años–. Y siento habértela presentado así, sin decirte nada. Pero deseaba poder celebrar una cena del solsticio de invierno todos juntos y en familia. Hace mucho tiempo que no me sentía tan feliz…
–Lo sé, padre –respondió Claudia, formal, sin relajarse ni un ápice, depositando un beso sobre la mejilla de su anciano progenitor–. Y perdona si me he mostrado distante durante la cena, estoy cansada y me gustaría dormir en una cama sin preocuparme por la hora. ¿Me dejarás dormir más tiempo del necesario?.
–Claro que sí, claro que sí. Duerme y despiértate cuando quieras. Estás de vacaciones. Buenas noches, hija mía.
–Buenas noches, padre.
La puerta de su cuarto se cerró y Claudia no pudo seguir resistiendo más tiempo. Marcó una clave de seguridad y bloqueó la entrada a su habitación y solo entonces dejó salir las lágrimas que llevaba conteniendo desde que aterrizara en Lanuvium. Se derrumbó sobre la cama y ocultó su cabeza bajo la almohada para ahogar sus sollozos. No, no había estado conteniéndose desde que llegara a su planeta natal, había estado conteniéndose desde mucho antes, desde la primera vez que Marco le cruzase la cara por insolente, desde que descubriera cómo él se veía con otras mujeres, desde que viera la desaprobación en los ojos de todos y cada uno de sus conocidos.
***
El mercado de Ninium hervía de actividad aquella mañana. Durante los días siguientes a su llegada, Claudia había permanecido más tiempo del debido encerrada en su habitación, sufriendo en soledad todo lo que no había sufrido tras la horrible decisión de alejarse de aquel hombre. Se había refugiado en su trabajo, pero ahora no tenía nada que hacer y permanecer ociosa la estaba volviendo loca. Al final, su padre, el cual había decidido posponer sus charlas para más adelante, la convenció para que al menos, caminase un poco bajo la luz de los soles de Lanuvium. Sobreponiéndose al hecho de tener que ir junto a Lucrecia, la desconocida que se había instalado en su vida sin aviso alguno, pasó bajo el fresco ambiente del mercado para realizar las compras de la fiesta del Solsticio de Invierno. Un enorme árbol decorado con cintas rojas, luces doradas y otros adornos perjudiciales para la vista por sus intensos colores, presidía la entrada al mercado dónde los comerciantes anunciaban sus productos, los compradores regateaban los precios y los niños comían lagartos dulces.
La joven concubina de su padre trató de ser, una vez más, dulce y agradable; durante la mañana le dio conversación, le explicó cuales eran sus planes para la cena familiar que Lucio deseaba y evitó hablar de temas personales. Deseaba ganarse la confianza de la hija y aunque la embajadora no estaba de humor, tuvo el respeto de mostrarse abierta. Claudia debía empezar a asumir que pronto tendría una madre de su misma edad.
Frente a una tienda de regalos, descubrió al senador Varo escoltado por su guardia personal, tres altos androides envueltos en capas para esconder sus armas a ojos de los civiles. Lanuvium era neutral en la guerra, pero había que ser igualmente precavido. Nunca se sabe cuando los enemigos de la República podían atacar a un senador por muy neutral que fuese.
–Me alegra volver a verla, embajadora Claudia Cornelia
–Buenos días, senador Varo –respondió de forma protocolaria.
El senador reparó en la presencia de Lucrecia y durante un instante, Claudia tuvo un extraño sentimiento que le atravesó el corazón: celos. Apenas duró una fracción de segundo, los celos fueron sustituidos por indignación cuando vio a la joven adelantarse con naturalidad para estrechar la mano del senador, saltándose todos los protocolos.
–Senador Varo, también he oído hablar mucho de usted. Me llamo Lucrecia Camila, soy la prometida de su predecesor, el ilustre Lucio Cornelio –se presentó. A Claudia le dio vueltas la cabeza ante esta última declaración, pero se mantuvo impasible, viendo la forma en que Lucrecia le sonreía a Varo.
–Vaya, que escondido se lo tenía el bueno de Lucio. Un placer, Lucrecia Camila –y cogiendo la mano que ella le estrechaba, la besó en el dorso. A Claudia le hirvieron las entrañas, pero reprimió una vez más su enfado y allí se quedó, contemplando la escena sin intervenir. Como buena profesional, sabía mantener las formas.
–No las entretengo más, señoritas –Varo miró una última vez a Claudia y esta se inclinó respetuosa–. Espero que su compra sea fructífera. Feliz Solsticio de Invierno –con una deslumbrante sonrisa, el joven político se perdió entre la gente. Apenas había desaparecido de su campo de visión cuando la mano de Lucrecia se posó sobre el brazo de Claudia. Otra vez estuvo tentada de leer la mente de esa mujer, pero la embajadora se repitió que eso no estaba bien.
–¿Qué sabes sobre el senador Varo? –preguntó la concubina con suavidad.
–Que es mi superior en Ir Primae IV, Senador de Lanuvium y un magistrado de la República –enumeró sin transmitir ninguna emoción.
–Eso lo sé. Me preguntaba si... ¿Sabes tanto de él como para invitarle a cenar con nosotros durante la cena del Solsticio de Invierno?.
–No veo razones para hacer eso –respondió Claudia automáticamente–. Padre quiere una cena familiar y Varo no es de la familia –zanjó.
–No creo que a Lucio le importe que nos acompañe en la cena… –aventuró.
–Puede que no le importe –resolvió Claudia con diplomacia, irritada por la insistencia de la mujer–. Pero en todo caso, antes de invitar al Senador Varo, habría que preguntárselo a padre. Si él está conforme, Varo podrá acompañarnos, en caso de que ese sea su deseo.
No hubo manera de rebatir su argumento y Lucrecia no volvió a mencionar el tema. A media mañana, cuando Claudia se detuvo en un puesto de lagartos de caramelo, Lucrecia le comentó que había visto algo en una tienda.
–No tardaré, espérame aquí.
Claudia le dio un mordisco a la crujiente y dulce patita del lagarto de praza, viendo como Lucrecia se marchaba. Ordenó a Alfa, el viejo droide de carga, que se quedara junto a las compras. Con naturalidad, acostumbrada en sus muchas misiones a seguir objetivos entre un montón de personas, Claudia siguió a la mujer. No había necesidad de desconfiar de ella, pero su compañero el embajador Graco le había pegado su paranoia. Estaban en guerra y era mejor ser precavido, esa chica era una completa desconocida para Claudia. No era la primera vez que alguien de confianza traicionaba a un ser querido. Divisó a Lucrecia a lo lejos y se mantuvo a una distancia prudencial, sin levantar sospechas. Se le aceleró el corazón cuando la mujer desapareció entre dos tiendas, adentrándose en un callejón y dio un último mordisco al dulce, guardándose el palo afilado bajo la manga de la túnica. Aunque Claudia no se había especializado en el sigilo, sí había participado en misiones de infiltración y sabía cómo proceder. Estrechó la distancia que la separaba de Lucrecia y vio como ella se detenía al final de una calle convenientemente más oscura de lo habitual, dónde no había ninguna tienda. Claudia se escondió tras una columna y observó como la concubina de su padre comprobaba que no la habían seguido.
Una sombra surgió tras Lucrecia y durante un momento Claudia pensó que la atacarían. Pero no fue así, ya que la mujer conocía a la figura que acababa de aparecer, envuelta en sombras, con una capucha sobre la cara. La embajadora estudió la figura y resolvió que se trataba de un hombre, humano, de complexión robusta. Claudia odió tener razón al haber desconfiado de ella y esta vez sí, proyectó su mente hacia Lucrecia para leer sus pensamientos. Pero, en cuanto lo hizo, un agudo dolor pulsó en su cabeza y se llevó las manos a la cabeza. Algo resbaló por sus fosas nasales, el aroma a hierro le confirmó que sangraba por la nariz y eso solo podía significar una cosa: aquella puta traidora tenía implantes psíquicos que protegían su mente de cualquier intrusión mental. Se limitó a observar, impotente, la escena.
***
Faltaban unas horas para la cena del Solsticio de Invierno. Claudia, muy unida ahora a Lucrecia, se había pasado todo el día cocinando para Lucio y para el invitado de honor, el senador Varo, que se había mostrado encantado al ser invitado. Lucrecia también estaba encantada, y Claudia sabía bien por qué.
–Voy a por nuestro invitado. Lo entretendré el tiempo suficiente para que podáis hacer vuestra magia, queridas mías –dijo Lucio, también encantado por lo bien que estaba saliendo todo. Claudia odió tener que estropearlo, pero así era su trabajo, romper las ilusiones de los tiranos y los asesinos.
Cuando estuvo a solas con Lucrecia, ordenó a Omega, el androide de cocina, que fuese a la despensa a por algo. La vaga información que le facilitó mantendría al androide ocupado, lejos del conflicto que la embajadora iba a hacer estallar en la cocina. Esa era otra de sus especialidades, crear conflictos diplomáticos; por mucho que planease las cosas, las cosas siempre salían mal.
Mientras Lucrecia colocaba sobre la mesa de acero pulido unos vasos de fino cristal, Claudia se sentó en el sillón de su padre, con un gesto teatral. El movimiento captó el interés de Lucrecia, que la miró con curiosidad.
–Es una lástima, pero no tengo pruebas que demuestren que has tratado de atentar contra la vida del antiguo senador Lucio Cornelio o contra la vida del senador Varo. Sólo son conjeturas, pero, ¿de verdad creían tus superiores que podías engañarme? –declaró Claudia con tranquilidad. Lucrecia la miró llena de confusión, como si no supiera de lo que estaba hablando.
–¿Qué?. No entiendo nada de lo que dices…
–En serio, Lucrecia, no me tomes por estúpida –masculló la embajadora arrugando el ceño. Claudia sabía que no podía leerle la mente, pero sí podía actuar sobre sus sentimientos; se sumergió en su psique atravesando unas defensas que no tenía y detectó un levísimo ramalazo de temor ante el incómodo silencio que se produjo entre las dos. Claudia no se permitió una sonrisa, había tenido razón al intuir que los implantes de esa mujer solo estaban pensados para lectura y control mental; atacó una segunda vez la psique de la mujer, intensificando el miedo, elevándolo por encima de cualquier otra emoción y la mirada de terror que desfiguró el rostro de Lucrecia le confirmó que había dado resultado. Con tranquilidad, Claudia se acomodó en el asiento, impasible, hasta que Lucrecia, atenazada por un horror que no comprendía, dio un paso atrás.
–¿Qué estás haciéndome? –preguntó, con la voz temblorosa. Una fina gota de sudor frío le bajó por la frente. Claudia se sintió decepcionada por lo sencillo que había resultado hacerla confesar.
–Mi trabajo, Mon Red, mi trabajo. ¿Crees que todos mis méritos vienen por ser hija de quién soy?, ¿o por haber sido la amante de quién fui?. No, imbécil…
Pero Lucrecia, a pesar de estar envuelta en terror, tuvo el valor de reírse, mostrando una sonrisa despectiva.
–¿Así que lo que oí sobre el senador de Corinium es cierto?. ¿Tus méritos no te permitieron ver que le encantaban las jovencitas?. A mi me trató muy bien.
Claudia, por experiencia propia, sabía que no tenía que responder a ninguna bravuconada como aquella. Pero su inestabilidad emocional de las últimas semanas la había dejado tocada y reaccionó de la peor manera posible, perdiendo la compostura. La conexión psíquica se rompió y Mon Red recuperó el control de sus emociones. Claudia se abalanzó a una velocidad que sorprendió a la mujer y le atizó un puñetazo en la cara con la fuerza que da la humillación y el deseo de venganza. Mon Red extrajo una hoja de acero de debajo de las mangas de su túnica y arañó el rostro de Claudia, abriéndole un profundo corte en la mejilla. El dolor alimentó la furia de Claudia, quién, después de tantos meses de refugiarse en sí misma, dejó salir toda su rabia. Embistió contra la que se hacía llamar Lucrecia, sujetándole el brazo con el que empuñaba el cuchillo y la agarró del cuello, con fuerza, mientras la miraba fijamente a los ojos. Asaltó su mente, pero no su parte racional, sino aquella parte de su córtex cerebral dónde residían los estímulos emocionales. Buscó otra vez ese miedo, identificándolo ahora con más rapidez que antes y lo elevó, como una aeronave dirigiéndose al hiperespacio, hasta llevar a Mon Red al borde mismo de la locura. Sus gritos de horror llenaron toda la habitación, pero Claudia, dolida y humillada, hizo pagar a esa mujer todo el dolor que Marco le había causado. Pero el miedo provoca en las personas una fuerza casi inhumana y en sus intentos por quitarse de encima a Claudia, Mon Red empujó a la embajadora contra la pared y salió corriendo de la casa en un intento de alejarse de aquello que más miedo le causaba.
En ese instante entraron Lucio junto al senador Varo y Mon Red se derrumbó en los brazos de su amante, el padre de Claudia, sollozando.
–¡Me ha atacado!, ¡tu hija me ha atacado!.
A Claudia la consumió la rabia, pero al ver cómo los dos hombres la miraron, como si fuese un monstruo, la embajadora sintió que un viento helado le entumecía el cuerpo y la vergüenza regresó, arrollándola, pasando por encima de ella, pisoteándola. La misma vergüenza que sintió al darse cuenta que había cometido un error al lanzarse a los brazos de Marco Galeo, un hombre despreciable que la había menospreciado y humillado. Retrocedió, sintiendo la sangre de su mejilla resbalarle por el cuello y, descubriendo, de pronto, que no deseaba que siguieran mirándola así, atravesó la cocina a todo correr y salió por la puerta de servicio, a la oscura y fría noche de Lanuvium, dónde no había ninguna luna, con lágrimas en los ojos. Corrió y corrió, escuchando cómo la llamaban a gritos; luego dejó de oírles, pero no le pareció distancia suficiente y siguió corriendo, ahogándose, con un terrible dolor en el pecho. No sabía hacia dónde se dirigía, tenía la mirada enturbiada por las lágrimas y al final, tropezó con algo, se dio de bruces contra el suelo y no tuvo fuerzas para volver a levantarse.
Al alzar la cabeza, descubrió que se encontraba a los pies de un gran árbol decorado con cintas rojas y luces doradas. La casa de su padre estaba lejos de Ninium, la ciudad más cercana y la villa era una gran extensión de prados verdes, lagunas, árboles y colinas. No era de extrañar que su padre hubiera mandado decorar los árboles de las afueras, llenando de luces todas las tierras que poseía. Claudia se sentó, tragándose el nudo de la garganta, siendo consciente de lo terrible de sus actos. Cuando descubrió su poder, el de leer mentes, los maestros del templo de Ir Primae IV le advirtieron sobre sus diferentes usos. Claudia había visto, desde el inicio de la guerra, cómo el mal uso de un poder había corrompido a muchas personas buenas. El odio, la venganza, la ira, el miedo… utilizar su poder para hacer cosas así, llenaba de oscuridad el corazón de las personas. Ella siempre había tenido cuidado con su poder, nunca lo había utilizado para hacer daño o contra alguien. Pero esa noche se había dejado llevar por las emociones y había sucumbido a la oscuridad. Se asustó. Ella no era una mala persona, nunca perdía los nervios, nunca hería, nunca hacía daño, siempre utilizaba la palabra, la diplomacia, todo lo que había aprendido en las escuelas de oratoria y retórica. Y su poder, además, era secreto, porque nadie más que su familia lo conocía. Ni siquiera la República tenía constancia de su capacidad para leer mentes o controlar las emociones de los demás. Se le agitó la respiración. Ella no era una mala persona, había salvado muchas vidas… pero también había dejado morir a otras. Hundida en la desesperación, Claudia trató de encontrar la razón por la que había actuado de aquella forma. Su padre y el senador Varo estaban en peligro, aquella mujer era una asesina de los enemigos de la República, se había hecho pasar por una joven noble y había seducido a su padre. Tras lo sucedido en el mercado, Claudia había investigado con minuciosidad la identidad de Lucrecia hasta descubrir quién era esa mujer realmente. Era peligrosa, era necesario para la supervivencia de los suyos que…
–Claudia –la llamó una voz potente justo tras ella. La embajadora se encogió, como un animal asustado. Era el senador Varo. ¿Vendría alguien más con él?. Tratando de aparentar normalidad, Claudia se levantó despacio y con la mirada clavada en el suelo, se giró hacia el joven senador.
–Mi actitud de esta noche no ha sido la más acertada –contestó ella controlando el temblor de su voz–. Pido perdón, senador y no espero que acepte mis disculpas. Pero sí rogaría que aceptase mi renuncia, de inmediato, como embajadora de la República. Es obvio que no estoy capacitada para seguir ejerciendo este cargo…
–Calla –cortó él, poniéndole los dedos sobre los labios. Claudia dio un paso atrás sorprendida por el contacto, pero no levantó la vista–. Tienes razón, no has procedido como se esperaba de ti: no me has mantenido informado y has actuado sola. Tampoco entiendo porque has salido corriendo, deberías haberte quedado. ¿Qué hubiese ocurrido si no me hubiese enterado de que esa mujer se trataba de Mon Red, una asesina?, ¿te lo imaginas? –Claudia recibió la reprimenda con dignidad, sin tratar de justificarse–. El embajador Graco, a quién solicitaste información sobre la identidad de esa mujer, me puso al corriente de inmediato: me dio la información antes que a ti, porque supuso que ya habrías hablado conmigo. Imagina mi sorpresa al saber que estabas actuando sin el consentimiento de la República y, además, dejabas a sus anchas a una mujer que pretendía matarnos a tu padre y a mi –Claudia tragó saliva, sintiendo que se habría el suelo bajo sus pies. Él tenía razón en todo lo que decía y la embajadora todavía estaba asustada, pensando que su forma de actuar había supuesto un peligro para todos, incluso para ella misma–. Graco te dio la información porque yo se lo ordené y aún así seguiste actuando a mis espaldas. Cuando esa mujer me envió una invitación… bueno, esperaba que ya hubieses solucionado el problema. Pero no, no lo habías hecho, esperaste a quedarte a solas con ella para atacarla. ¿Desde cuando eres tan temeraria? –el senador no había levantado la voz, pero la autoridad de su tono sumado al poder de sus palabras, provocaron escalofríos a Claudia, quién lentamente se hundía un poco más en la desesperación–. Y usar tu poder de esa forma… Claudia, ¿eres consciente del daño que podrías haberte causado?. No te quedes callada, respóndeme –demandó.
–Sí, señor, soy consciente del daño que he podido causar. Por eso pido que acepte mi renuncia… –la voz le fallaba, se tragó el nudo, respiró hondo y sentenció con rotundidad–. No he actuado como se esperaba de mí.
–No, no lo has hecho. Si no hubiera sabido quién era ella, al veros allí a las dos, enzarzadas en una pelea, tu padre y yo habríamos interpretado la situación como lo que no era y ella habría tenido la oportunidad perfecta para cumplir con su trabajo –hubo un silencio largo, en el cual, Claudia estuvo a punto de tirarse de rodillas a los pies del senador para evitar seguir escuchando los reproches–. Sé lo difícil que debe haber sido para ti regresar a tu hogar y encontrarlo invadido por una extraña.
De pronto, Claudia sintió algo cálido sobre la herida de su rostro y la mano del joven el senador Varo cubrió la mejilla cortada con un pañuelo de algodón; un gesto demasiado personal que a Claudia le provocó un escalofrío.
–Senador… –murmuró retrocediendo un poco más hacia el árbol adornado, aturdida por el cambio de actitud. Prefería seguir escuchando sus reprimendas a enfrentarse a algo así; la última vez que un senador la había tocado de esa forma tan íntima había sido humillada. Varo era un buen amigo con el que no deseaba terminar mal, no deseaba tener que decirle que no.
–Tus heridas tienen mal aspecto, Claudia –explicó el joven político. Se acercó a ella y la abrazó. La embajadora intentó apartarse, alejarse de él, sintiendo un nudo formarse en el estómago; Varo era su superior, podía ordenarle hacer cualquier cosa… podía abusar de su posición como había hecho Marco, amparándose en la seguridad de su cargo. Se asustó y él se dio cuenta de su miedo–. No voy a hacerte daño, Claudia, no quiero que me tengas miedo. No te abrazo como el senador Varo, sino sólo como Varo, tu amigo. Léeme la mente si con eso te quedas más tranquila… aunque confío en que no tengas que hacerlo. Sé que la herida de tu mejilla no es la única que todavía sangra, lo veo en tu mirada, en tus gestos, en tu forma de refugiarte en el trabajo. Tu padre no era el único que deseaba que regresaras a Lanuvium.
Claudia dejó de forcejear, quedándose completamente inmóvil, sin relajarse ni un ápice. Tenía miedo de su cercanía, de su contacto, no deseaba tenerle cerca; eso solo significaría más dolor y ella todavía estaba herida, las cicatrices de Marco aún no se habían cerrado del todo. Pero, en el fondo, ella siempre había deseado esto, que Varo, el magnífico Tito Julio Varo, el senador más joven de la República, su compañero en las escuelas de Lanuvium, se fijase en ella. Nunca lo había hecho, nunca lo haría, ella era insignificante en el vasto universo y había mujeres más nobles con las que Varo podía desposarse. Claudia se dijo que esa era una de las muchas excusas que ella misma se había puesto para no estar nunca cerca de Varo; quizá, este fue uno de los motivos por los cuales acabó con Marco, un senador que podría haber sido su padre, aficionado a las recepciones sociales y a las chicas de compañía. Era una estúpida, como bien había apuntado Varo.
El senador dio un paso atrás, sonriendo con algo de tristeza y Claudia pudo volver a respirar.
–Sé lo que él te hizo –dijo entonces Varo. Claudia levantó la mirada hacia el senador, con un brillo asustadizo en los ojos. No quiso preguntar qué era exactamente lo que sabía que Marco le había hecho, porque eran cosas demasiado horribles para decirlas en voz alta. La vergüenza y la humillación regresaron al rostro de Claudia, que quiso refugiarse bajo el árbol. Pero Varo siguió hablando–. Cuando dejaste Ir Primae IV, la guardia detuvo al senador de Corinium. No pude reunir pruebas suficientes para detenerle por todo el daño que te causó, pero igualmente irá a la cárcel y eso, es lo único que me consuela. Ahora, todo ha terminado, Claudia. Toma, tu regalo del Solsticio de Invierno –dijo entonces, cambiando tan rápidamente de tema que Claudia se sintió aturdida. Varo le tendió una cajita redonda de color plateado–. He esperado ocho años para poder dártelo.
Claudia, sin saber muy bien qué hacer, cogió la cajita con manos temblorosas y le dio vueltas entre las manos hasta encontrar un botón. Era un pequeño hológrafo. Cuando lo pulsó, apareció una imagen tridimensional en tonos azulados de una flor envuelta en copos de nieve que caían perezosamente sobre su base. Al instante, los ojos de Claudia se llenaron de lágrimas al recordar el día en que había visto aquel hológrafo por primera vez y un aluvión de sentimientos encontrados se abalanzó sobre ella, amenazando con arrollarla como un caza derribando una nave enemiga. Claudia, la embajadora más prestigiosa de Lanuvium y de la República de Ir Primae IV, de la que todos decían que era una fría diplomática que permanecía impasible ante todas las desgracias, se echó a llorar como la joven de veintitrés años que todavía era.
–Varo… –sollozó, pero él, sabiamente, la interrumpió.
–Todo va a salir bien –aseguró–. No acepto tu renuncia y no aceptaré un no por respuesta –y la abrazó. Y solo entonces, Claudia se relajó y le devolvió el abrazo, sintiéndose, esta vez sí, en casa–. Feliz Solsticio de Invierno, Claudia.
–Feliz… –murmuró ella, pero el habilidoso senador Tito Julio Varo no permitió que ella terminara la frase y selló sus labios con un beso.
1 comentarios :
¿Que quieres que te diga querida Paty?, ¿realmente hace falta que diga que me ha encantado tu relato, como ocurre con todos los escritos que escribes?. Sabes de sobra que adoro tu manera de narrar, la sultareza con la que describes las cosas... Los sentimeintos... Las emociones... Todo!. ¡¿Y que decir de tu imaginación?!, siempre me acabas sorprendiendo con las grandes ideas que se cuecen en tu cabecita... Eres una buena escritora y nunca me cansaré de repetírtelo!, gracias por participar en esta antología!, te aseguro que no sería lo mismo sin ti...
Publicar un comentario