De los raros acontecimientos que se producen en Navidad
Anna Karine
—Oh, no… —se lamentó al tiempo que se tomaba la cabeza con las manos y descansaba su peso sobre las rodillas gracias a los codos.
¿Qué iba a hacer ahora?.
Frente a la puerta de la oficina de Julia, Lena tomó una honda bocanada de aire y esperó a sentirse lista antes de abrir la puerta.
Cuando su amiga la vio entrar, sonrió ampliamente, se despidió de quien hasta ese momento hablaba con ella por teléfono y se puso de pie.
—¡Lena, qué sorpresa! —exclamó—. ¿Cómo ha estado tu viaje?.
—Muy bien —Lena se esforzaba por sonreír—. Los españoles son todos muy lindos y simpáticos.
—¡No me extraña! —bromeó la otra—. ¿Y al final, conseguiste lo que buscabas?.
Lena se sentó sin esperar que su amiga se lo ofreciera. La otra, en cambio, se encaminó a una habitación y de ella extrajo dos botellas de agua mineral sin gas. Ofreció una a su amiga mientras esta continuaba con su relato.
—La verdad es que no —contó—. No les gustó la propuesta de la compañía y ahí quedó todo.
—Pero tú te ganaste el viaje a Europa… —sugirió Julia, cuyos ojos siempre veían el lado positivo de las cosas.
—Sí —dudó Lena—. Sí —se esforzó por asentir con mayor seguridad.
—Estás extraña —indicó Julia—. Estás… pensativa.
Lena arqueó sus cejas rojizas. ¿Tan mal disimulaba?. Suspiró y se acomodó en el asiento antes de continuar.
—Mira, Julie, he estado pensando mucho —confesó. La falda azul se arrugaba bajo los dedos de una mano, la que no sostenía la botella de agua.
Julia se alarmó. Hacía tiempo que disimulaba, que se esforzaba por recomponer las cosas, o fingir que nada había sucedido, que todo era tan perfecto como siempre.
—Pensando en… —sugirió para que su amiga completara la frase.
Ahora venía el momento difícil, pensó Lena, el tiempo de decir la verdad, aunque fuera a medias.
—Julie, siempre has sido mi mejor amiga —comenzó. La mirada de Julia cambió, la postura de Julia cambió, la respiración de Julia cambió: los ojos duros, el cuerpo tensionado, la respiración lenta y profunda. Esperaba lo más temido.
—Y tú la mía —admitió con sinceridad. Lena se sintió reconfortada por eso y se dio ánimos inconscientes para continuar.
—Por eso quería pedirte un favor.
Julia enarcó las cejas. ¿Acaso su amiga no diría lo que ella esperaba?.
—Dime, Lena —pidió—. No me hagas esperar más, por favor.
Lena volvió a suspirar, como si le costara terriblemente decir aquello que había ido a decir.
—He estado pensando mucho en ese hombre, el amigo de tu esposo… —confesó.
—¿Quién? —Julia había sonado dura, entre sorprendida y tensionada aún por las posibilidades que su mente había tejido, sensaciones que evidenciaba al haber fruncido el ceño.
—Aquel con el que pasé la noche de Navidad, el rubio que se parecía al actor de Thor[1].
Julia permaneció un momento seria, silenciosa, abatida. ¿Qué debía hacer? Aquella confesión era lo mejor que podía haber escuchado, le venía como anillo al dedo, pero Lena… Lena era su amiga, siempre lo había sido, y no podía permitir que saliera herida por su egoísmo. Lo menos que podía hacer era intentar cumplir con su deber de mejor amiga, de hermana.
Lena y ella se habían conocido cuando eran las dos muy pequeñas y se habían encontrado en el jardín de infantes. Desde entonces eran inseparables, habían ido juntas a la escuela y sólo se habían separado un tiempo para ir a la universidad.
—Olvídate de él, Lena —cumplió Julia con su responsabilidad de amiga, que era decir la verdad a Lena. Al menos esa verdad—. Es un tiro al aire, ha dormido con más mujeres que un actor pornográfico. Te conviene olvidarte de él antes de engancharte y terminar lastimada, porque eso es todo lo que Jack puede hacer por ti. Además de darte una buena noche de sexo, claro.
Julia no sabía hasta qué punto Lena se veía afectada por aquellas confesiones. Ella había pensado en ignorarlo, en jamás volver a verlo, pero también creía que aún el peor de los hombres merecía saber la verdad, y su alma de buena samaritana le impidió ignorar ese pensamiento.
Tom, el esposo de Julia, sí que era un hombre diferente: siempre atento con su familia, excelente padre de sus dos hijas, trabajador intachable. Jack, en cambio, era un irresponsable. Trabajaba de forma independiente, no paraba en su casa un solo fin de semana, ni siquiera tenía teléfono fijo y conocía las camas de casi todo Nueva York.
—No me importa, Julie, de verdad —dijo al tiempo que pretendía sonar plenamente convencida de eso que decía—. Yo también busco sólo otra noche divertida con él.
Julia sabía que Lena no decía la verdad, la conocía tan bien que se daba cuenta de que le estaba ocultando algo; que creía haberse enamorado de él, sin dudas, pero aún a pesar de eso, convino en que conscientemente, si su amiga defendía querer sólo otra noche pasional con Jack, darle su teléfono y dirección sería hacerle un favor. Protegida por esas excusas, abrió la agenda, pasó unas cuantas hojas y concluyó:
—¿Tienes para anotar?.
Lena miró el reloj. Eran las diez de la mañana de un lunes, de modo que Jack podía estar trabajando. Sacó el móvil de la cartera, volvió a probar marcar el número, pero no obtuvo respuesta. Bueno, tendría que irse y regresar más tarde, si es que se atrevía. Por temor a no hacerlo, se sentó en el segundo escalón que conducía a la puerta de entrada, dispuesta a aguardar un poco en caso de que Jack o algún vecino al que pudiera preguntarle por él aparecieran.
No pasaron más de quince minutos que oyó su risa. Esa risa que abandonaba unos labios curvados, y que provocaban un poco de ternura y otro tanto de admiración. Ella misma se lo había quedado mirando toda la noche como una boba cuando había entrado en la fiesta y no hacía más que hablar de su trabajo como colaborador independiente para un canal de televisión y cuáles eran las posturas correctas para utilizar los equipamientos en los gimnasios.
—Soy Jack Daniels, como el whisky—le había dicho él al estrecharle la mano mientras se presentaban. Era el hombre más simpático de toda la fiesta, y también el mejor bailarín.
—Lena —contestó ella, algo seria por los nervios, incapaz de decir algo más—, la amiga de Julia.
—Sí, sé quién eres —admitió él—. Feliz Navidad, Lena —continuó, sin soltarle la mano. Se lo hacía a propósito, con esa sonrisa de niño travieso y de hombre muy maduro y malo.
—Gracias —replicó ella—, pero aún no dan las doce.
¡Había sido tan tonta!. Los nervios la habían traicionado, pero él soltó una carcajada echando la cabeza atrás y luego volvió a ella para culminar el apretón de manos y encaminarse después a la mesa donde lo esperaban sus amigos, incluido Tom.
La risa que escuchó desde el escalón le recordó aquella noche, y también los mismos nervios, acrecentados por la magnitud de lo que ahora venía a decirle. Eso la llevó a ponerse de pie casi dando un salto. Cuando lo hizo, se encontró con la alta y fornida figura de Jack, que venía abrazado a una chica menuda de cabello rubio y piel casi transparente de tan blanca. Ella llevaba una minifalda y una blusa que evidentemente se lucía en salidas nocturnas. Él tenía los primeros botones de la camisa desprendidos y el saco colgando de un hombro. Resultaba evidente que esos dos habían pasado una noche de juerga y se encaminaban al apartamento de Jack para… para lo mismo que había hecho ella con él, sólo que en un motel. Luego cada uno se había tomado un taxi, y a otra cosa.
La chiquita estaba un poco ebria, como lo había estado ella esa noche, pero eso no la convertía en una tonta.
—¿Quién es? —preguntó, señalando a Lena con un dedo inquisitivo—. ¿Tu hermana?.
Bromeaba con un poco de indignación. Resultaba evidente que se había pensado que Lena era la novia oficial de aquel hombre tan atractivo y simpático que pretendía llevarla a ella a la cama.
Jack se había quedado callado, con los labios entreabiertos y el ceño fruncido. Él no estaba ebrio, no, nunca lo estaba. Lena, por su parte, pensó que Jack tenía su vida y, a pesar de lo que a ella le provocara, estaba en todo su derecho de dormir con quien quisiera, por eso no se atrevió a romper con lo que él había conseguido con la chiquilla, un trabajo que, quién sabía, quizás le había demandado toda la noche.
—Sí, en efecto —consintió Lena con una sonrisa mientras extendía la mano hacia la chica—. Soy Lena.
La muchacha se tragó la mentira. Rió estrepitosamente y estrechó la mano que Lena le ofrecía, pues sonaba tan real que casi parecía incluso estar reprendiendo a Jack cuando lo miraba de reojo.
—¡Oh, lo siento! —exclamó la chica en respuesta, a quien el suceso le parecía antes divertido que vergonzoso.
—No hay problema —Lena soltó la mano de la muchacha y miró a Jack. En sus ojos brillaba una preocupación—. ¿Tienes cinco minutos para que podamos hablar?.
Jack asintió con la cabeza, sin poder hablar aún. Su mente intuía la razón de aquella misteriosa visita, pero no se atrevía a transformarla en un pensamiento concreto. Apenas pudo mirar a su conquista de esa noche y apoyar ambas grandes manos sobre sus hombros.
—Será mejor que vayas a casa, Susie —le dijo—. ¿Te pido un taxi?.
—¿Qué? —ella se ofendió. Se soltó bruscamente y le dio un carterazo en el pecho—. ¡Idiota!.
Luego se dio la vuelta y comenzó a caminar en dirección a la avenida. Pisó mal una baldosa y el tacón de su zapato se inclinó hacia un lado, haciéndola trastabillar.
Lena la observaba alejarse, como desde otro mundo, desde el ángulo que le ofrecía la escalerita. Suspiró. No era posible que Jack tuviera tan mal gusto y que, entre todas esas muchachitas pasadas de copas y de noches de insomnio, se hubiera hallado ella: quizás un poco ebria, sí, pero no una muchachita, y mucho menos alguien con muchas noches en vela en su anecdotario.
—Ya está —explicó él sucintamente, como si sacarse a la muchacha de encima hubiera sido una responsabilidad frente a Lena. Pero eso era imposible, ella no era para él más que la noche de Navidad de dos mil once.
Jack subió la escalerita sin sujetarse del pasamanos de hierro forjado en dos largos pasos y buscó la llave correcta, la que abría la blanca puerta de su casa. Abrió y la sostuvo arrimada.
—Verás, no soy muy ordenado —dijo antes de dejar entrar a Lena—. No soy muy ordenado que digamos…
Lena ignoró el comentario y empujó la puerta para introducirse en el apartamento sin demasiados miramientos. Cuando Jack también se halló adentro, encontró que Lena se había quedado de pie delante del sofá, cabizbaja y con las manos en jarras delante de la cadera.
Su ropa no era demasiado diferente de la que había lucido la noche de Navidad: apenas una falda azul hasta la rodilla, una camisa blanca, un saco al tono de la falda y el bolso colgando a un costado del cuerpo. Zapatos clásicos, el cabello rojizo en una cola de caballo hecha con un mechón de esa misma cabellera. Ella era tan diferente a todas con las que alguna vez había compartido una cama, el asiento trasero de un coche, un baño público, y tantos otros sitios en los que hacían el amor, que casi no parecía formar parte de su inventario.
—No debiste echarla —sugirió Lena en voz muy baja—. Seré breve.
Jack no dio respuesta a eso. Se encaminó a otra habitación, que era la cocina, y desde allí le ofreció algo para beber.
—No, gracias —replicó ella amablemente.
Él apareció con una lata de Coca-Cola que pareció beber de un solo trago.
—Jack —comenzó ella. Jack no soltaba la lata—. Por si no lo recuerdas, pasamos juntos la noche de…
—Del veinticinco de diciembre de dos mil once —completó él antes de que ella pudiera seguir hablando. Tenía los labios húmedos por el sudor frío de la lata y el cabello algo largo desprolijo—. Lo recuerdo muy bien —agregó.
Lena tomó una honda bocanada de aire, en busca de mitigar los extraños sentimientos que le provocaba volver a ver a Jack, y en aquel estado de… de sensualidad.
—Bueno, ha… ha ocurrido algo.
Al fin pudo levantar la vista, se atrevió a mirar los azules ojos de Jack y a terminar de una vez lo que había ido a hacer allí.
—Ocurre que estoy embarazada.
Jack se quedó paralizado, como su cerebro cuando la idea se le había cruzado por la cabeza al ver a Lena en la escalinata de su casa.
—Pero no debes preocuparte —continuó ella, apresurada por aclarar cómo eran las cosas—. Por favor, sólo te pido que no me hables de un aborto, porque no estoy dispuesta a hacerlo. No lo haré. Por eso sí estoy dispuesta a hacerme enteramente responsable de esto, sin exigirte nada a cambio, no me hace falta nada —tragó con fuerza antes de seguir—. Si te lo dije fue porque creí que tenías derecho a saberlo, no porque quiera algo de ti. Puedes continuar con tu vida hasta ahora como si este bebé no existiera o… o verlo cuando quieras, sin dinero de por medio. Si a cambio quieres contribuir con algo, será bienvenido, pero todo será para mi… tu… nuestro… hijo.
Había bajado la cabeza de nuevo, justo para ver el modo en que la lata sucumbía en la palma de la mano de Jack, convirtiéndose en un poco de metal deforme. A pesar de aquel acto algo brutal, el tono de voz con que habló fue pausado y sereno, por eso se hizo difícil para Lena comprender la razón por la cual él había hecho eso con la lata.
—Lena, espero no te moleste que te haga una pregunta —anunció. Ella volvió a alzar los ojos hacia él y asintió en silencio—. ¿Estás segura de que es mío?.
La pregunta no paralizó a la mujer ni la ofendió, por el contrario, la esperaba porque los hombres como Jack Daniels, esos que llevan una vida vacía de propósitos y responsabilidades —cargada, en cambio, de noches de diversión y mujeres varias—, piensan que todos los demás son como ellos.
—Sí, es tuyo, Jack —confirmó, muy convencida de lo que decía—. Aunque la noche de Navidad no lo haya parecido, yo no soy de hacer… este tipo de cosas.
—¿Qué tipo de cosas? —preguntó él. A Lena sí le sorprendió esa pregunta, porque pensó que con lo que decía ya estaba siendo lo suficientemente clara.
—Esto —replicó, haciendo un gesto con las manos—. Beber de más en una fiesta e irme a la cama con un extraño —bajó la mirada otra vez—. Y quedarme embarazada de él.
Jack también asintió con la cabeza, sin emitir palabra. Indicó con la mano el sofá y luego le pidió a ella que se sentara para hacerlo él a su lado.
—Lena —habló—. Cuando me viste en la fiesta, no habías bebido todavía, ¿verdad? —indagó.
Ella negó con la cabeza.
—Comencé a beber a las doce —respondió.
—Yo llegué a las diez —acotó él—. Me presenté contigo a las diez y media.
Lena sonrió involuntariamente, incapaz de distinguir la finalidad de aquella conversación, sólo era consciente de que una mano de Jack se estaba aproximando a las suyas, temblorosas todavía sobre el regazo, y que aquel roce apenas perceptible por los sentidos estaba haciendo estragos en su cerebro y en su cuerpo embotado.
—Lo vi en tus ojos, Lena —continuó él. La mano se deslizó por un dedo hasta alcanzar el dorso de la de la mujer—. Sentías lo mismo que he sentido yo todo este tiempo.
La mano se detuvo sobre el antebrazo de Lena, que se había puesto tensa de repente. Levantó los ojos de inmediato hacia los de él, que a cambio observaban el sitio exacto donde ambas tonalidades de piel se unían en una caricia suave y abrasadora. Luego Jack también alzó la vista, preocupado porque ella se diera cuenta de que, en efecto, le decía la verdad.
—Desde la mañana en que nos separamos, no he hecho más que pensar en ti —confesó—. Preso de la confusión que esas memorias me producían, sólo he intentado olvidarte, esforzándome por convencerme de que mi vida seguía siendo la de antes, la de siempre, pretendiendo que esa noche que marcó un antes y un después en mi vida, que la mujer que señaló un nuevo camino para mí, no existían —su voz grave y serena, con el tono de voz propio de los habitantes del sur de Norteamérica, erizó la piel de Lena—. Y esta mañana, de pronto, algo te ha traído de regreso sin que yo pueda siquiera plantearme el rumbo que tomaré. Sólo hay un rumbo claro para mí ahora, y ese rumbo eres tú.
Lena tragó con fuerza, presa de la confusión. Durante esos dos meses que habían pasado desde Nochebuena, se había esforzado ella también por fingir que su vida era la misma de siempre, que Jack no había sido más que una aventura, la primera y única de su vida. Había tenido novios, pero nunca hombres esporádicos, desconocidos. Había una sola cosa que no entendía, algo que impedía a su corazón latir desenfrenado tras la confesión más hermosa que le habían hecho nunca.
—Pero Jack… —balbuceó, aunque no pudo acabar la pregunta porque la emoción se hizo presa de ella—. ¡Oh, Jack! ¡Yo también he pensado tanto en ti! Pero… ¿no me mientes?. ¿No estás mintiendo sólo porque vamos a tener un hijo?.
—No, Lena —la tranquilizó él—. Mírame, estoy diciendo la verdad. Y el hecho de que también hayas pensando en mí me llena de dicha.
—¿Entonces? —al fin pudo soltar ella eso que pensaba—. Si tú pensabas en mí, ¿por qué no me buscaste?. Podrías haber pedido a Tom mi número, o mi dirección, y contactarme. ¿Era porque estabas confundido?.
Jack pestañeó. Tomó una honda bocanada de aire, consciente de la respuesta que arrojaba esa pregunta, pero no se atrevió a pronunciarla. Sus códigos se lo impedían, pero se prometió conversarlo con Lena alguna vez. Después de todo, presentía que al fin tendrían la vida entera para hacerlo.
Jack alzó una mano, con ella rodeó la cintura de Lena y la atrajo hacia sí para apoyarla contra su pecho. Luego la rodeó con los brazos y le dio un abrazo que ella respondió con todo ese cariño que había sido capaz de brindarle, como nadie antes, la noche de Navidad. Era allí, sobre su pecho ancho y fuerte, donde Lena se sentía una con el mundo.
—Eso no importa ya, Lena —le dijo él aspirando el dulce perfume de su cabello broncíneo—. Lo importante es que tendremos toda la vida para conversarlo. Lo importante es que creo que te amo.
Lena rió con el comentario. Era muy pronto para decirse que se amaban, pues habían pasado juntos apenas una sola noche, y en cambio muchas recordándose, pero sí era probable que pronto pudieran decírselo sin dudarlo. Por eso se atrevió a dar una respuesta.
—Es posible que te ame —dijo—. Quizás ya te esté amando.
El pecho de Jack se llenó de ese sentimiento que, ellos no lo sabían aún, sí se podía llamar amor.
La noche del treinta y uno de diciembre, Jack ya no se encontró en una reunión con sus amigos, sino en la soledad de un bar, donde una muchacha muy parecida al fantasma que había compartido con él la noche del veinticuatro, se le acercó. Él no estaba para mujeres, no esa noche, porque le recordaba la que hacía tan pocos días había pasado y que no podía apartar de sus pensamientos, por eso la rechazó.
Cansado de intentar retomar una vida que ya no le pertenecía, decidió llamar por teléfono a Tom.
—Tom, amigo —le habló al móvil—. Tú dirás que yo estoy loco, pero… pero quiero que me des el número de Lena —Tom se había quedado en silencio. Jack creyó que su amigo no sabía de quién le hablaba—. Lena, Tom, la amiga de tu esposa, la mujer que…
—No.
Jack enarcó las cejas, confundido. ¿Por qué podía Tom negarse a darle el número de la amiga de su esposa?. "Porque soy un desastre", pensó. Sí, Tom tenía razón en proteger a una muchacha decente y seria como aquella de un estúpido como él, y por un momento se convenció de que su amigo tenía razón y debía desechar la posibilidad de volver a verla. ¿Qué clase de egoísta era, tratando de comprobar sus sentimientos por una chica viéndola de nuevo?. Él nunca se veía de nuevo con nadie. Sin embargo, sus impulsos fueron más rápido que sus pensamientos, y enseguida escuchó la negación, lanzó la pregunta.
—¿Por qué no?.
—Porque no —replicó Tom—. Porque ella es… es una puta, Jack, por eso, no te conviene de ningún modo.
Jack se sorprendió. Siendo casi un experto en mujeres, la tal Lena le había parecido todo lo contrario a lo que Tom describía, pero su amigo la conocía más que él, y sin dudas le negaba la posibilidad de volver a verla para hacerle un favor, aunque era más probable que el favor se lo estuviera haciendo a ella sin atreverse a decirle a él por qué.
¡Si al menos hubiera sabido su apellido!. Podría haberla buscado en una guía telefónica o contactarla por algún otro medio, pero no sabía de ella más que un nombre, lo poco que había contado estando ebria y lo que él había imaginado tras su partida.
Comprendió que por alguna razón era mejor mantenerse alejado de Lena, y se prometió intentarlo con todas sus fuerzas.
La noche del veinticuatro de diciembre de dos mil once, Lena y Jack entablaron una entretenida conversación después de las doce. Tom sabía que Lena bebía y bebía para darse ánimos, porque por lo general era muy tímida, y un hombre como Jack podía intimidarla fácilmente. Le gustaba, él le gustaba, estaba seguro, porque de lo contrario Lena no se habría esforzado por parecer una mujer experta en conversación con hombres para caerle en gracia. Conocía muy bien a Jack y sabía, sin embargo, que si él seguía conversando con ella era porque justamente había notado las cualidades que Lena se esforzaba por ocultar. Posiblemente había ocurrido a las diez y media, cuando se habían presentado.
Entonces fue la bebida su compañera mientras su esposa Julia y sus hijas se divertían en la pista de baile junto con otros amigos. Bebió tanto que también acabó ebrio, al punto que, cuando vio que Lena y Jack se retiraban juntos, intentó ponerse de pie para detenerlos, pero se sentía tan mareado que acabó dando un triste espectáculo al caerse de la silla al piso.
Julia se rió del asunto, no pareció sentir vergüenza, pero lo cargó en el coche y, mientras una amiga custodiaba a sus hijas, decidió llevarlo a casa.
—Maldito —comenzó Tom—. ¿Por qué me la quitaste?.
—Estás borracho, Tom —le dijo ella—. Guarda silencio si no quieres vomitar —rió mientras colocaba la tercera velocidad—. ¡Hacía más de diez años que no te veía en este estado!.
—Maldito… —insistía él. Julia frunció el ceño.
—¿Quién? —preguntó.
—Jack, se la ha llevado.
—¿A quién?
—A Lena.
—Ah, sí, se fueron juntos… —rió la mujer—. ¿No te parece encantador?. Mira si gracias a ella tu amigo vira el rumbo y acaba formando una familia como la nuestra —Tom no respondía—. ¿Tom?.
Julia pensó que él se había quedado dormido, por eso giró levemente la cabeza para verlo. De no haber sido porque había bebido como nunca y porque se había caído de la silla, él casi no parecía ebrio. Parecía… dolido. Miraba por la ventanilla como viendo pasar la vida delante de los ojos llenos de ira y de resentimiento.
—¿Te preocupa que Jack pueda burlarse de ella? —preguntó la mujer, ahora preocupada ella misma por las reacciones de su marido—. ¿Te preocupa Lena?.
—¡La amo, maldita sea! —clamó el hombre con terrible gravedad en la voz, lo exclamó al borde del llanto, sabiendo que al otro día no recordaría esas palabras—. ¡La amo, y tú y él me la han arrebatado!.
Julia apretó el volante con las manos hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Julia tragó con fuerza su dolor, pestañeó para que su corazón recientemente herido pudiera respirar y decidió callar. Guardaría silencio.
Guardaría silencio.
3 comentarios :
Me ha encantado el relato, las frases finales muestran el comportamiento que desgraciadamente muchas mujeres siguen. Ha sido muy realista, felicidades a la autora.
Un beso
Un relato muy lindo querida Anna, y muy realista en muchos aspectos.
Hay que ver lo que es capaz de hacer uno para separar a dos personas, menos mal que el destino puso a los dos protagonistas de nuevo en el mismo camino.
Como siempre Anna, te has lucido. Gran trabajo princesa!, muak!!!
P.D.: ¡GRACIAS POR TODO!, ¿que sería este club sin ti?, ¿?
Gracias, chicas.
Esperando leer sus relatos también.
Besos =)
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