martes, 6 de marzo de 2012

183. ELIZABETH

Hola a tod@s!, aquí estoy una vez más presentándoros con mucho orgullo a la nueva miembro de esta gran familia, ella es:


ELIZABETH

Y este es su único blog, uno que creó recientemente y que es muy bonito:



En dicho blog va publicando de manera asidua todos sus relatos (que son cortos, máximos tres hojas), que hasta fecha de hoy son unos 23. Decirles que muchos de ellos fueron publicados en un periódico digital, www.triangulodigital.es y ahora los está compartiendo en su nuevo blog.

Aquí os dejo algunos de ellos:

La guerrera Nuyan



Hace muchos muchos años en unas lejanas tierras nació una niña que cambiaría el ciclo de la vida. No era una niña cualquiera, por sus venas corría sangre ardiendo, sus valores se clavaban como flechas y su coraje doblegaba los ejércitos más armados. Pero esta niña, a la que llamaremos Nuyan, también tenía un corazón noble y lleno de amor.
En aquellas tierras, a las que llamaremos Las Tierras del Sol,  las niñas iban a la escuela para aprender a coser, lavar, cocinar y ser unas maravillosas concubinas expertas en el arte del amor y de satisfacer a sus maridos. No gritaban, nunca se revelaban y siempre siempre le daban la razón a su hombre.  Nuyan, germinada con el coraje de una guerrera y la valentía  de un soldado, veía como un suicidio nacer para convertirse en  esclava de un hombre. Para ella el amor era algo más que obedecer y agachar las orejas como lo hacían los perros que custodiaban el rebaño ante la reprimenda de su pastor.
A Nuyan le gustaba galopar en su salvaje caballo con su larga cabellera negra danzando al compás del viento, con su piel trigueña tentando al sol a besarla y con sus fuertes piernas desnudas…Eso sólo lo hacían las mujeres de vida fácil, le recriminaban las reprimidas y frustradas mujeres que caminaban hacia la escuela a encomendarse al diablo y seguir aprendiendo a ser buenas amas de casa. Nuyan estaba negada al amor, al menos al amor que le imponía la cultura de su tierra. Tierra a la que amaba por sus hermosos mantos verdes que mecían a la luna en la noche y mantenían al sol durante el día. Mantos verdes con olor a hierba húmeda al amanecer, colinas en las que podías perderte a escuchar el silencio y la sabiduría que escondía la naturaleza. Cristalinos ríos en los que saciar su sed cansada de galopar e intentar comerse el mundo. Pero esa tierra, esa tierra a la que tanto amaba la asfixiaba. Sus vecinos de la aldea, los que la vieron crecer y convertirse en una hermosa y rebelde señorita le daban la espalda por querer ser dueña de sí misma.  Y así fue como Nuyan se convirtió en la enemiga de su pueblo y se marchó. Pasó el tiempo  y el ciclo de la vida de Las Tierras del Sol seguía su habitual curso. Las jóvenes adolescentes seguían yendo ansiosas a la escuela esperando el momento en el que algún joven apuesto, eso si tenían la suerte de que fuera joven y apuesto, las cortejara y las convirtiera en sus sutiles esclavas.
Pero corrían malos tiempos en Las tierras del Sol, se escuchaba que las aldeas vecinas estaban siendo atacadas por un ejército compuesto por cobardes soldados que quemaban las casas y violaban a las mujeres. Los hombres de Las Tierras del Sol, ya no eran jóvenes valientes dispuestos a jugarse la vida en una batalla. Eran hombres entrados en la madurez que volvían del frente para ser sustituidos por la joven generación de la aldea. Ellos regresaban cansados de la guerra buscando esposa y terminar con paz los últimos años de su vida. Por esta razón las jóvenes aprendices de amas de casa no tenían la suerte de demostrar sus habilidades con muchachos apolíneos que le hicieran más fácil la tarea.
Nuyan, que se encontraba en tierras cercanas adiestrándose en las artes de la guerra y la espiritualidad, oyó que su aldea estaba en peligro. Cabalgó durante cinco días y cuatro noches sin descanso. Cuando llegó a su aldea vio un paisaje desolador. Casas ardiendo, mujeres llorando desesperadas huyendo de sus verdugos y hombres cansados intentando hacerles frente a aquellos demoniacos soldados. Nuyan, que había hecho muy buenas amigas en su recorrido por el mundo, tardó una noche en organizar un ejército de mujeres valientes decididas a enfrentarse a un ejército de soldados cobardes que dirigían su ira sobre las mujeres. Una semana duró la batalla. Hubo fuego, algunas muertes, y como en toda guerra un bando ganador. Las valientes mujeres que no se amedrentaban ante ningún hombre, vencieron al ejército de los soldados cobardes, ahuyentándolos de la aldea y de cualquier otra aldea cercana.  Desde ese día los habitantes de Las Tierras del Sol, dejaron de ver a Nuyan como una mujer de vida fácil y la bautizaron como La Guerrera Nuyan. En las escuelas se cambió el método y se adiestraba a las mujeres en el arte de la guerra, y el hombre que decidiera amarlas tendría que saber que su mujer podría ser igual o superior a él.

Secretos

En la habitación empezaban a sonar las primeras notas musicales que despertaban el ritmo. El ritmo en él o ella, en la atmosfera, el ritmo en la vida. Era una melodía que despertaba a las fieras dormidas, los sueños ocultos y transformaba las mentiras en verdades. Poco a poco fue saliendo de su entumecimiento, empezó a mover tímidamente sus piernas, con un poco de vergüenza contoneó sus caderas, lo hacía con disimulo como si alguien la o lo estuviera mirando. En su cara se dibujó una sonrisa y mientras aumentaba el ritmo de las notas aumentaba el ritmo de su cuerpo, y así fue desperezándose del que era para convertirse en lo que quería ser.
            Manuel era un hombre culto, discreto y con una visión de la vida aferrada a arcaicos valores morales. Le gustaba el olor a café recién hecho, el tabaco y una copita de whisky los viernes por la noche. En su trabajo como funcionario del Estado era respetado por sus compañeros y criticado por los vecinos, -funcionario cascarrabias-, solían murmurar. Pero él hacía oídos sordos y caminaba con paso firme por la vida haciéndose notar con cada pisada, porque él era un hombre y los hombres no se acobardan ante nada. Pero como todo ser humano, como todo hombre y detrás de esos arcaicos valores morales de verdades inquebrantables, se escondían secretos. Al fin y al cabo, -quién no tenía secretos, se decía-.
            Lola era una alocada mujer de vestidos de lentejuelas, zapatos de una altura vertiginosa, purpurina y sombra de ojos. Le gustaba el olor a café recién hecho, el tabaco y una copita de whisky los viernes por la noche. Cantaba a la vida, al viento, al amor y a la libertad. Andaba por la vida de puntillas, haciéndose notar con cierto disimulo. Salía de noche y se ocultaba de día. Y entre la oscuridad, la negrura y las sombras tejió lo que quería ser.
            Las notas musicales y su euforia iban en aumento, ahora se movía con agilidad. Daba vueltas por la habitación al ritmo de los acordes y cantaba utilizando un cepillo como micrófono. Cuando consiguió sentirse ella se plantó delante del espejo. Borró de su retina lo que era y comenzó a dibujar lo que quería ser. Aplicó su base de maquillaje, sombra de ojos, purpurina, rimel de pestañas, uñas postizas y de pronto en su retina no quedaba resto de la imagen que había sido. Cada vez más segura de si misma y satisfecha con el resultado abrió el armario de par en par y se dejó deslumbrar por los brillos, los encajes y las lentejuelas.
            Dos horas más tarde y terminado el ritual estaba Lola ataviada de pies a cabeza con un elegante vestido negro de gasa con la espalda descubierta, guantes de satén y sofisticados zapatos de tacón. Un último retoque, su larga y pulida melena negra. Se miró al espejo y se lanzó una mirada de aceptación a la que ella misma se respondió con un guiño de ojos. Era la hora, las doce de la noche y para esta cenicienta de cuento al revés comenzaba la aventura.
            Y así era como Manuel dejaba de ser él, abandonaba sus arcaicos valores morales y se convertía en Lola, al fin y al cabo, -quién no tenía secretos-, se decía.
                                                            

El amanecer

Después de una larga y plácida noche durmiendo entre estrellas y arropado por el negro manto que cubría el cielo, el amanecer despertó perezoso y algo enfadado. Las nubes temerosas por su mal genio se escondieron y le dieron paso al mejestuoso y valiente sol. Este, que no se acobardaba ante nada ni nadie esperaba paciente la llegada del amanecer para deslumbrarlo con su radiante sonrisa.

Los bostezos del amanecer sonaron en el cielo como los pasos de un gigante en la tierra. Molesto por tener que darle los buenos días al mundo fue abriendo los ojos poco a poco. El sol, que estaba orgulloso de ocupar su puesto, le hizo un guiño de ojos y con uno de sus cálidos rayos ayudó al amanecer a levantarse. Este, maravillado por la calidez y la bondad del sol, le dio esquinazo al mal humor regalándole al mundo un hermoso amanecer.


Y es que a veces sólo tenemos que mirar al sol y sacudirnos el mal humor para recibir con alegría un nuevo día...

La Culpa

Al abrir la vieja puerta la invadió el olor del pasado. Olor a tostadas con mermelada, galletas caseras, vacaciones de veranos e historias de terror junto a la chimenea. Cerró la puerta y sólo escuchaba el sonido de sus pasos. Creyó oír las notas traviesas salir del violín de su abuela. Los recuerdos, de forma elegante, la fueron visitando evocando cada momento que pasó en aquella vieja casa de campo. Algunos eran alegres, otros en cambio estaban teñidos por la tristeza. Pero había un sentimiento que no la había abandonado desde que recibió la noticia. Ese sentimiento que la había hecho regresar allí.
El tiempo había dejado su huella en forma de polvo, una espesa capa cubría los muebles de nogal que la vieron crecer, admiró el perfecto orden en el que se encontraba todo,
-cada cosa en su lugar nunca se perderá-, solía decirle cuando era niña.
Isabelita era una mujer de ochenta años, de fuerte físico y envidiable vitalidad. Siempre tenía una afable sonrisa en sus arrugados labios y palabras de aliento cuando te veía desfallecer. Su adorable marido había fallecido cuando aún eran jóvenes, y ella tenía tanto amor por dar que la convirtió en la razón de seguir con vida. A menudo le contaba historias sobre su abuelo, lo hacía con un brillo en los ojos y un calor en el corazón que no había borrado el tiempo ni los metros bajo tierra en los que él descansaba. Un brillo que reflejaba que el verdadero amor existe y perdura aunque estemos lejos de la persona amada. Le gustaba coser, tocar el violín y las flores. Sin embargo cuidar animales no era de su agrado, aunque tenía un mirlo. –Este mirlo morirá conmigo, total no molesta a nadie-, solía decir. Y así fue.
Siguió paseando por la estancia acariciando con su dedo índice los muebles, arrastrando el polvo y algún recuerdo. En la sala de estar vio la mecedora y su manta de cuadros roja. Sentada en su falda mientras ella la mecía lloró su primer desamor, y celebró sus éxitos. Volvió aquel sentimiento que no la abandonaba. Había sido tan feliz en aquella casa…
Subió al que había sido su cuarto. Las cortinas rosas que colgaban de la ventana estaban descoloridas por el sol, sobre su cama estaba el último libro que había leído antes de abandonar el nido familiar, “Un lugar en el que nunca he estado”. Todo estaba intacto, su querido peluche Pancete, los pósters de sus grupos favoritos. Sus primeros pintalabios… Una ráfaga de aire frío entró por la ventana, los inviernos allí eran húmedos. Cuando era niña siempre se quejaba del frío que hacía en aquella casa. Una noche su abuela entró en su habitación mientras ella leía. –Mira te he bordado una manta, espero que con esto no pases frío-, le dijo mientras la arropaba. Era preciosa, tenía bordados los colores del arco iris, ese que tanto le gustaba mirar porque anunciaba que la lluvia se había ido y podía salir a jugar entre la hierba húmeda. Echó algo en falta, su viejo álbum de fotos. Eran un recorrido en el paso del tiempo, ella con seis años y algunos dientes de menos, ella de adolescente y algunos granos de más, su graduación, su primer baile escolar…buscó en los armarios de su cuarto, en las cajas en las que guardaba las cartas de amor, pero no lo encontró. De pronto, como si alguien se lo hubiese susurrado al oído se dirigió al dormitorio de su abuela. Allí, sobre su cama estaba la manta que le bordó cuando era niña, y junto a ella su álbum de fotos. Se estremeció. Y aquel sentimiento se volvió más agudo, más cruel y se hizo notar con más fuerza. Era culpabilidad.
Isabelita había llorado la partida de su nieta. Deseó retenerla a su lado hasta el fin de sus días, nunca le había gustado la idea de morir sola. Pero ella también se había enamorado y cuando el corazón dormido despierta a la pasión se desatan guerras desconocidas en las que nos adentramos sin armaduras dispuestos a morir amando. Los días que siguieron a su partida fueron un ir y venir de rutinas. La casa empezó a sumirse en el silencio y ella en la tristeza. Vivió siempre pendiente de una llamada que nunca llegaba y cuando lo hacía era corta. Su corazón cansado le enviaba los mejores deseos, pero su apenada alma le rogaba que volviera.
Pasó la primavera y tras de ella el caluroso verano, más tarde vino el otoño que se despidió elegantemente para darle paso al invierno, y con la llegada de esa fría y desoladora estación Isabelita enfermó. Tal vez porque estaba mayor, o quizá porque su fuerte físico que se había ido debilitando con el tiempo no pudo hacerle frente a una neumonía que se había agarrado a ella para succionarle su vitalidad. También pudo ser la tristeza, que cansada de jugar sola sin poder invitar al amor, a la compañía o el afecto, se aburrió en un rincón esperando a que terminara el juego.
El teléfono sonó a las ocho de la mañana, con una mano torpe y los ojos aún legañosos, lo encontró en la mesilla de noche. No reconoció el número ni la voz de la persona que le habló, no contestó nada y tampoco se despidió. Pero sintió como un aire frío se metió en la cama con ella, se acurrucó en las sábanas y se convirtió en su sombra. Le dio la bienvenida a la culpa, y con una mirada aceptó que viviese con ella.
Susana se había criado con su abuela en una vieja casa de campo, ambas se encontraron porque de una forma diferente habían sido abandonadas. Su abuelo había muerto, dejando sola a una mujer que había nacido con un solo objetivo, amarlo. Y ella también se había quedado sola. Su madre la abandonó para cumplir su objetivo, amar a un hombre al que acababa de conocer que probablemente le duraría lo mismo que los demás. Nada. De esta manera llegó una tarde de verano a aquella casa a la que se adaptó enseguida. Mimada por su abuela creció sin echar en falta a su madre. Isabelita, que era una mujer culta y parlanchina, le enseñó todas las trampas que esconde la vida. Pero Susana creció y aquella vieja casa de campo se le hizo pequeña. Se enamoró y como mismo la abandonó su madre a ella, abandonó ella a su abuela. Y ahora estaba allí, de nuevo, con el corazón roto por una historia de amor que no fue bendecida por Cupido, y sin poder llorar en la falda de su abuela mientras esta la mecía frente a la chimenea.
Llegó a la cocina de azulejos amarillos y vio la jaula del mirlo, por lo menos tendría algo con lo que hablar sin obtener respuesta. Pero al acercarse encontró al animalito boca arriba, yacía allí, en su jaula con los ojos abiertos mirando a la nada. Entonces recordó las palabras de su abuela, -este mirlo morirá conmigo, total no molesta-. Y lloró, lloró por el mirlo y por su abuela.
Ahora sólo podía limpiar aquella casa llena de recuerdos para quedarse a vivir con la culpa.

5 comentarios :

Anna Soler dijo...

Bienvenida!!!
Besos

Lydia Pinilla dijo...

Bienvenida!
Ahora me paso^^
Besos!

Alison MacGregor dijo...

Bienvenida a este club ! :)
Ahora mismo paso a seguirte :)
Besoooooos ^^

Angy J. W. dijo...

Bienvenida!! :D

hrociog dijo...

way!! muy bonita imagen, enn